Hay personas que arriesgan en su apuesta vital y, como en el juego, ganan o pierden. Hubo una vez en Cuba una muchachita blanca de rancio abolengo a quienes sus progenitores pretendían emparejar con alguien de su elevado nivel. Y pasó que la chica perdió los vientos por un jugador de béisbol, negro para más señas, con el que se fugó una vez para siempre. De aquel matrimonio nacerían tres retoños, fruto de la felicidad que reinaba en un hogar donde padre y madre cantaban al unísono. Una de las niñas, cuando éstas se hicieron mayores, recaló en el Tropicana, aquel local habanero tan emblemático como majestuoso, y ejerció de bailarina. Otra de ellas, quizá menos emprendedora sobre el escenario bailongo, optó por la canción. Mitos como Nat King Cole, Edith Piaf o Bola de Nieve, compartirían actuaciones con la voz melodiosa de quien no quiso un día ser bailarina en el cabaret. Omara Portuondo, la novia del feeling, cumple 80 años. No está nada mal para alguien que aspira a que la recuerden “como una niña, como mujer cubana y como artista”. No es de extrañar que The New York Times dijera de ella que era impulsiva, y que manejaba los altos y bajos, los susurros, la declamación entre las lágrimas y el orgullo. Me quedo con esto último, que es lo que, al final, tan sólo nos restará cuando seamos puros despojos en tránsito.