(PUBLICADO EN "EL CORREO DE BURGOS" EL 24 DE AGOSTO DE 2010)
El siglo XVII, el que quedó señalado como definitiva puerta de entrada a la Modernidad, fue el escenario en el que empezó a tomar forma un curioso e inquietante estado de ánimo colectivo cuyas últimas y más cabales manifestaciones estamos registrando en la actualidad: se trata de la impresión, pasada y actual, de que la realidad es algo inconsistente, tan maleable, o incluso tan ficticio, como los evanescentes productos de la imaginación. Por ser tan conocida, solemos pasar por alto el significado último de la formulación que de aquella predisposición psíquica hizo nuestro Calderón de la Barca (1600-1681) cuando dijo lo de que "la vida es sueño". Shakespeare (1564-1616), el contrapunto inglés de nuestro gran dramaturgo, ya había dejado registrada una fórmula semejante: "Estamos hechos de la misma materia que los sueños".
Manera ésta de decirlo no tan convulsa y desgarrada como esta otra, no menos conocida, que utilizó su personaje Macbeth en uno de esos momentos en los que todo parece estar a punto de derrumbarse: “La vida es sólo una sombra caminante, un mal actor que, durante su tiempo, se agita y se pavonea en la escena, y luego no se le oye más. Es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, y que no significa nada”.
Pero quien procedió a dar su expresión culminante a ese desasosegante estado de duda e incredulidad respecto de lo que nos espera ahí afuera cuando pretendemos salir de nosotros mismos, fue un contemporáneo de aquellos autores, René Descartes (1596-1650), que antes de concluir que, puesto que pensaba, existía, llegó a considerar seriamente la posibilidad de que un genio maligno hubiera montado un descomunal artificio manipulándonos la mente para que él y todos tuviéramos la impresión de estar viviendo en el mundo y que, sin embargo, todo fuera un engaño, una alucinación, de modo que fuera de la mente no hubiera nada. A punto de caer en el solipsismo, en la creencia de que de lo único que se puede estar seguro es de la existencia de la propia mente y de que la realidad es un estado mental del propio yo, consiguió Descartes realizar in extremis una perentoria maniobra intelectual y, sustituyendo a ese genio maligno por Dios, pudo concluir que éste, en su bondad, no permitiría tal engaño.
En fin, que el mundo existía, aunque siguió sosteniendo el filósofo francés que sólo podía estar seguro de su propia mente, de sí mismo como sujeto pensante. Y el caso es que tuvo éxito esa suspicacia suya, tanto que Erich Fromm, teniendo a Descartes presente, pudo decir que “la duda es el punto de partida de la filosofía moderna”.
Este peculiar estado de ánimo que trajo consigo la Modernidad fue tan desasosegante como fecundo. La libertad, otro de los valores que aquel tiempo nos legó, no es, al fin y al cabo, sino la dimensión humana que se abre cuando el mundo deja de ser una realidad aplastante (como lo había sido durante toda la Edad Media) y empieza a ser, en alguna medida, algo que los hombres podemos moldear, algo que admite ser removido por las potencias que sobre él proyecta nuestra imaginación. Pero también, por desgracia, desde aquel entonces venimos arrastrando una percepción demasiado borrosa sobre la frontera que separa la realidad de la imaginación, el deseo de sus límites, la visión ponderada de las cosas de la puramente delirante.
Un asunto este de la consistencia o inconsistencia de lo real muy apto para su recreación literaria y cinematográfica. Las filmotecas guardan ya películas de culto al respecto, singularmente "Blade Runner", "Matrix" y, ahora, "Origen", una película realmente impactante, sobre la que invito a quien quiera reflexionar a propósito de los efectos que produce en el espectador, a que observe cómo, al encenderse las luces al final, son generalizadas las sonrisas en quienes abandonan el cine, reflejando con ello que han aceptado gozosamente el juego al que les ha sometido el director, Cristopher Nolan, conduciéndolos a través de una trama laberíntica muy bien construida por el mismo Nolan como guionista y desarrollada magníficamente por los actores del reparto, y que, finalmente, alude a la crítica frontera que existe entre lo real y lo soñado, de modo que, si nos dejamos vencer por el deseo, acabamos destructivamente tomando aquello por esto. La realidad impone unas limitaciones, unas reglas, y quien no toma conciencia de ello, está preparando la llegada, más pronto o más tarde, del desastre.
Pico Della Mirandola, uno de los personajes más significativos del Renacimiento, junto a reflexiones muy apreciables sobre lo que aquel tiempo estaba poniendo en marcha, ya preludió también este otro camino hacia el desastre que recorre quien confunde sueño y realidad cuando dijo: “Debemos ser lo que queremos ser (…) Debemos ansiar lo más alto y tratar de conseguirlo con todas nuestras fuerzas. Querer es poder. Desechemos lo terreno, despreciemos lo terrestre y volemos a la morada que está más allá del mundo y próxima a la divinidad, dejando a un lado este mundo”. Es éste el modo de pensar que ha servido de sustrato a muchas aspiraciones utópicas que, al chocar antes o después con lo real, han llevado a resultados desastrosos. Ya decía María Zambrano que "el simple anhelar es, por esencia, destructor". No todo es posible.
Justo lo contrario de lo que piensa un personaje que resulta ser un acabado producto ideológico y político de lo más cuestionable de esa línea existencial que nació cuando la realidad empezó a entrar en crisis: nuestro presidente Rodríguez Zapatero, el cual dejó expresa en aquel nunca suficientemente ponderado prólogo al libro de Jordi Sevilla "De nuevo socialismo" (Ed. Crítica, 2002) esta manera de pensar: “si en política no sirve la lógica, es decir, si en el dominio de la organización de la convivencia no resultan válidos ni el método inductivo ni el método deductivo, sino tan sólo la discusión sobre diferentes opciones sin hilo conductor alguno que oriente las premisas y los objetivos, entonces todo es posible y aceptable, dado que carecemos de principios, de valores y de argumentos racionales que nos guíen en la resolución de los problemas”.
Un dirigente político que se rige por esta premisa irresponsable según la cual "todo es posible y aceptable" es como un niño jugando con armas de fuego. De manera semejante a aquellos que llegaron a pensar que la realidad es tan maleable como lo es la imaginación, acabará entendiendo que el Estado cuyos destinos dirige es también una entidad igual de maleable. Un mecano en sus manos, como bien dijo Rajoy. En la película "Origen", quien no sabe volver a la realidad después de andar soñando, se queda en el limbo. Aquí, gobernados por alguien así, somos todos los que corremos el peligro de quedarnos atrapados en el limbo.