No iba a Orlando desde que tenía diez años. Mis recuerdos eran como es de esperarse veinte años después: algunos muy claros, otros más borrosos. No sé desde qué momento se me ocurrió que tenía que volver, quizá desde el mismo instante que lo dejé, pero supongo que tenía que pasar todo este tiempo para que fuese posible.
Creo que los viajes siempre guardan algo muy personal. Hay pasajes que estremecen, edificaciones inmensas que nos hacen delirar de tanta grandeza; paredes llenas de historia; travesías que le dan la vuelta al mundo. A mí me atrae todo lo curioso y por eso viajamos, para encontrar siempre algo que nos haga sorprendernos para luego contarlo y tratar que alguien más lo sienta y se indentifique con alguna de las sensaciones. Mis ganas de volver a Orlando tenían una razón muy personal: quería maravillarme entre colores, luces y disfraces; pero sobre todo sentir las cosquillas en el estómago haciendo la fila en una atracción porque no sabes qué te vas a encontrar después, pero que seguramente será algo que te hará reír. Por eso hice este viaje con amigos, porque no hay nada mejor que reír acompañado.
Antes de contar detalles sobre el precio de las entradas, la mejor manera de recorrer cada parque o en qué hotel hospedarse, quise detenerme en esto. Quien va a Orlando, lo hace para reírse y disfrutar sin restricciones, sin muchas explicaciones. La idea es volver a sentirse como de diez años.