Revista Cultura y Ocio

Ornitología

Por Calvodemora

 Está la luz mordiendo un limón y duele la sangre en la cabeza como un enjambre de agujas. Una música dulce de cámara, una sin nombre a la que se presta una atención sin compromiso aletea torpemente, disimulando su inocencia de cosa volada o de asunto muy pequeño o de brizna de un rumor apenas tangible. El viento se desdice y ocupa una quietud absorta en su continencia de aire izado y ya ido. El aire tiene compostura de animal precavido. Un grumo de aleteo duro consiente un festín de alas para que se pronuncie el tiempo. Yo recojo unos libros, abro las ventanas, huelo de pronto a café, siento a lo lejos un vértigo de pájaros tras el patio o una fiebre de alas, una costumbre de voces que no entiendo. Ni a Bach hay que entenderlo. Quizá todos esos pájaros piensen igual de la música de cámara y anticipen todo lo que viene después. Ornitologías de la razón. Si uno cae en la cuenta de la presencia de los pájaros, si se presta a ese ejercicio del corazón,  ya no puede dejar de pensar en ellos. Hay que apreciar no solo que existen y encabritan el vuelo y pían fieramente como si el mundo acabase hoy mismo, sino también todo lo que los pájaros traen, todo lo que dicen si damos oído, si percibimos el volumen del cielo y la majestuosa caricia del aire mientras lo profanan con su trama de azul. De haber sido otra cosa, no sé, de haber podido prescindir de ser hombre y de haber podido elegir qué ser, creo que yo hubiese pedido ser pájaro, el tipo de pájaro irrelevante, en cierto modo, el que empeña todo su ardor en batir las alas, en ir de un lado a otro, sobreviviendo, previsible y sin encanto, sin otro cometido, sin metafísica. Cuando veo mis pies lo que contemplo es mi imposibilidad de tener alas. En cuanto entra en escena la metafísica, mueren todos los pájaros que llevamos dentro. Es otro animal el que irrumpe, pero no pájaro. Vamos midiendo los días, contando el espanto, sintiendo el peso del amor venirse un poco abajo, renacer sin que se le espere y caer nuevamente. Estaría bien sentir menos, no ser tan exigente, pensar al modo en que lo harían los pájaros. Con toda la dignidad del pájaro, ir escribiendo la herencia recibida, dejando consignado el aliento, el empeño de sobrevivir a uno mismo, de escribir porque al final te mueres y es bueno, quizá sea bueno, que alguien venga y sepa qué pensaste o cómo lo vertiste. Los pájaros tienen una dignidad antigua, no vulnerada. En lo que le ganamos a los pájaros es en la facultad de subordinarlo todo a la memoria o al olvido. Yo creo que tenemos a Dios porque no es posible soportar la idea de que existe un fin. Hay una idea de Dios que está en la luz mordiendo el limón o en la sangre, doliendo en la cabeza. Un dios inabarcable e innecesario, una vastedad de dios que no tiene utilidad ninguna, un dios convertido en un páramo que no tenemos que recorrer, pero que nos requiere el paso y nos pide que lo crucemos, por ver si somos capaces, por saber qué hay al otro lado, en su fin, en su horizonte arcano. Un dios con su interior brusco, con su silencio violento, pero un Dios hecho racimo, volando, volándose. Dios con su limón, a bocados. El día no es de verano, no es de este mundo. Hay en la planta de arriba  un mover de sillas, afueras siguen los pájaros. El olor a café ya no lo encuentro. La música de cámara no la escucho. Todo está listo para que yo lo pise. De ser pájaro, la realidad estaría disponible para que la voláramos. 


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