Existen, son, están a nuestro alrededor, con frecuencia somos nosotros mismos, nos transformamos o los cultivamos. Es una energía, extraña y mala, sequerona, pero energía. Un mal día lo tiene cualquiera, quién no tiene un muerto en el armario –y hasta un cementerio completo-. Nadie está libre –de pecado no, que es una cosa muy moralista-, así que vaya escondiendo esa piedra. Usted también, ventile el armario. La diferencia es que algunos lo somos, o creemos serlo, a tiempo parcial, y hay quien lo ejerce, sin aparente esfuerzo, las 24 horas del día, los 365 días del año, toda la vida, siempre. Todos los días, vaya triste insistencia. Y existen multitud de definiciones para definirlos, valga la redundancia, desde las jergas más campechanas y localistas a las formulaciones más o menos educadas y/o elaboradas. Deberían ser menos, pero no son pocos, incluso muchos, en algunos casos, demasiados los casos, cuando el gas, virus o lo que sea se expande. Y anda expandido y expansivo, vaya mezcla mala en este caso. Me refiero a ellos, también las hay ellas, claro, los cenizos, los pesados, los avinagrados, los malasangre, los plomos, los plomizos, los malaleches, y cuantos sinónimos, aceptados o no por la RAE, quiere usted adjudicarles. Son muchos, en definitiva. Y los tenemos o los nos encontramos en la barra del bar, mientras vemos un partido de fútbol, en la mesa de al lado, compañía de mantel en una boda o comunión, ahora que es época; o en el trabajo, que puede llegar a ser un auténtica tortura por las interminables horas compartidas, en las redes sociales, sentenciando a cada instante, o en los medios de comunicación, aleccionándonos en todos y cada de los aspectos de nuestras existencias, como si nosotros estuviéramos en primero de infantil y ellos ya hubieran finalizado, con cum laude obviamente, varios doctorados en vida y todas sus circunstancias. España tuvo una generación de intelectuales tan lúcidos como avinagrados, tan cultivados como cabreados, tan brillantes como irritantes, tan sabios como necios, y es que todo es posible de combinar. Paco Umbral y su ya mítico “yo he venido a hablar de mi libro”, que aún llevando razón, ya podría haberse expresado de manera más suave. Cela y la palangana, en su esfuerzo por ser soez y escatológico a tiempo completo, Eduardo Haro Tecglen y sus malas pulgas permanentes o Fernando Fernán Gómez y su mayestático “váyase usted a la mierda”, dando ejemplo de cómo un escritor debe tratar a sus lectores (modo ironía, claro está). Tampoco nos podemos olvidar del “cuándo te vas a callar” protagonizado por el Rey emérito a un Chávez martillo pilón. Salvo en el último ejemplo, más anecdótico que ilustrativo, hablamos de escritores muy brillantes... sigue leyendo en El Día de Córdoba