Revista Libros
Óscar Martínez. El eco pintado. Siruela. Madrid, 2023.
“El eco pintado nació durante la mañana del viernes 11 de diciembre de 2021 en Madrid. Aquel día tuve la fortuna de acompañar a una persona en su primera visita al Prado. Al volver al museo después de meses de distanciamiento por las consabidas circunstancias sanitarias, la sensación fue ambivalente: me encontré en un lugar conocido, familiar y acogedor, pero también sentí la emoción de la sorpresa. Fue como si, al ir de la mano de alguien que jamás había estado entre sus muros, me contagiara de algo de esa envidiable ingenuidad de quien está a punto de descubrir una maravilla hasta ese momento desconocida. Frente al San Miguel Arcángel del Maestro de Zafra la idea se abrió paso desde el fondo de mi cerebro, como hacen los pensamientos burbujeantes del comisario Adamsberg en las novelas policiacas de Fred Vargas. Al volver a contemplar el reflejo del pintor en el escudo del arcángel el título apareció en mi mente y, desde aquella sala, mis pasos me guiaron al resto de ejemplos de metapintura que recordaba dentro del museo: busqué el espejo circular de la tabla izquierda del Tríptico Werl de Robert Campin, los minúsculos autorretratos de Clara Peeters escondidos en alguno de sus bodegones, La familia de Carlos IV de Goya y, por supuesto, Las meninas de Velázquez, el espejo de todos los espejos, el reflejo de todos los reflejos. Salí del museo con la convicción de que estos cuadros tan especiales merecían protagonizar un texto que, por aquel entonces, no sabía que acabaría convirtiéndose en este libro”, escribe Óscar Martínez en la introducción de El eco pintado, que publica Siruela en su espléndida colección de eNsayo, donde apareció también su Umbrales.
Subtitulado Cuadros dentro de cuadros, espejos y reflejos en el arte, en sus cuatro partes se abordan “imágenes que contienen otras imágenes, cuadros que incluyen otros cuadros” en función de los métodos de incorporación de imágenes en la pintura: en Sin perder los papeles, estampas, carteles, mapas y fotografías. En Hilando fino, imágenes que reproducen tejidos y textiles. En Muñecas rusas, cuadros dentro de cuadros. Y, finalmente, los reflejos en espejos, en Espejito, espejito.
Un cartel de May Milton, bailarina inglesa del Moulin Rouge a finales del XIX, en La habitación azul de Picasso o la alegoría de la desorientación en el mapa de El arte de la pintura de Vermeer, son ejemplos de la primera modalidad de inserción de obra gráfica en un cuadro.
La “mise en abîme” del bordado de la casulla de san Esteban, en El entierro del señor de Orgaz; la anamorfosis del cráneo espectral de Los embajadores de Holbein el joven o el tapiz con el rapto de Europa en Las hilanderas de Velázquez se aportan como muestras de la incorporación pictórica en soporte textil.
La escena religiosa incluida en el Autorretrato ante el caballete, de Sofonisba Anguissola; las esculturas, pinturas y edificios que recoge la Galería de vistas de la Roma antigua de Giovanni Paolo Panini (donde por cierto no figura el Espinario, como cree el autor, sino el Gálata moribundo), o el Autorretrato con Cristo amarillo de Gauguin, un ejemplo de los escasos autorretratos triples, usan el método de las muñecas rusas.
Ya en el último capítulo, La batalla de Issos, con el jinete derribado y herido de muerte que ve su rostro por última vez reflejado en su escudo, o la mano y la cabeza iluminadas alegóricamente en el Autorretrato en espejo convexo de Parmigianino, se analizan como muestras del uso del espejo como medio para incluir la reproducción de una imagen dentro de un cuadro.
El epílogo se dedica a El matrimonio Arnolfini, de Jan Van Eyck, un óleo fascinante por sus enigmas e inagotable por las preguntas que suscita en el espectador. Y un cuadro que “no sólo tiene un espejo en su interior, sino que es una obra en la que muchas otras pinturas se han reflejado de manera directa o indirecta durante siglos. Dado que formaba parte de las colecciones reales españolas, no hay duda de que Velázquez lo admiró y estudió antes de pintar lienzos tan metapictóricos como Las meninas, y si tenemos en cuenta que Goya tomó como referencia al sevillano para crear La familia de Carlos IV, podremos ver cómo las relaciones van creciendo y extendiéndose.”
Las páginas de El eco pintado son una invitación a mirar estos cuadros con nuevas perspectivas para establecer relaciones visuales entre los componentes gráficos que integran y para comprobar que “la historia de la pintura puede ser percibida como la historia de los reflejos que relacionan a las imágenes entre sí, de los hilos que las unen para formar un enorme tejido y, en definitiva, de los ecos que nos llevan de unas obras a otras. De Van Eyck a Velázquez y de Gauguin a Picasso; a partir de Tiziano hasta el Greco y a Sofonisba; desde Manet hasta Van Gogh y de Parmigianino a Dalí, las posibilidades son prácticamente infinitas. Cada cuadro es siempre un espejo, tenga o no uno de ellos representado dentro de sí, y cada museo podría ser visto también como un enorme contenedor de reflejos.”
Santos Domínguez