Revista Cultura y Ocio
a Antonia Giroldo.
Introduzco mi mano en el interior de este cuerpo de Rimbaud para abandonar lo sucio y deleznable, para arrancar lo rancio y lo raído, la desesperanza, el sordo vivir sin poder juntar las manos cuando llueve, sin poder elevar una oración cuando el terremoto atraganta. Me quedo naciendo otra vez, yo, que ya no tenía reencarnaciones posibles; yo, que me gasté mis vidas siendo un negro esclavo prendido en llamas por un rayo voraz bajo una noche despojada de estrellas; que fui bisonte de ojos encendidos, descendiendo como roca al precipicio; que fui infiel dama empalada por ladrones furtivos; que presencié la danza macabra de mi raza alrededor del fuego cebado con sangre y sangre y sangre.
Ahora retorno a la vida, renazco: toco tus labios y se enardece mi piel: tomo tu pequeña cara de irremediable niña huérfana y soy de nuevo un hombre que abre las ventanas para encarar el amanecer que en algún lugar te esconde. Ahora me elevo en puntillas para trazar un ballet doloroso entre los calistemos, surfeo en tu pecho donde aprendo las lecciones del buen navegar, ensalivo los bordes de las pasarelas para que toda flor o beso o mirada tierna se acomode a tus pies. Soy otro que es más torpe, pues gasté mi fortuna por hacerme de un olor que haga juego con tus lunares populosos, vertí mis músculos tratando de abrazar toda tu historia, y me despojé de la vida -definitivamente- cuando me confirmaste con tus ojos de virgen salvaje que habías llegado a mí como el pájaro se precipita del nido a levantar la hebra con qué tejer su nido; cuando me dijiste sin palabra alguna que el destino es así y que hoy apenas hemos abierto los brazos.