Durante toda la noche había estado lloviendo y el día emergía gris y húmedo, pero a Carla no le importaba. Solo hallaba consuelo en aquellos paseos y el pequeño descanso junto a su viejo amigo el roble. Cogió la mochila que había preparado la noche anterior, su chubasquero y salió a pasear como cada mañana. Caminaba despacio, elevando el rostro para que la humedad del aire acariciase sus mejillas. ¡Añoraba tanto a su amado esposo!
Al pasar por la plaza del pueblo saludo a un par de vecinos que habían madrugado para comprar su hogaza de pan y que al igual que ella, se habían resistido a marcharse a la ciudad. Carla no pudo evitar que la tristeza se apoderase de ella. Irremediablemente sus recuerdos volvieron a esa fuente en la plaza del pueblo, rodeada de mujeres con sus botijos, los niños jugando y cantando sus canciones…
“Al saltar la barca, me dijo el barquero…” “El patio de mi casa, es particular, cuando llueve se moja, como los demás, agáchate y…”
Recuerdos imborrables que cada día le invadían con mayor tristeza. Su paseo hasta su viejo amigo el roble la confortaba. Allí se le declaró Javier, allí comenzó su vida junto a él y allí debía terminar.
Últimamente no podía quitárselo de la cabeza. Sí… había llegado el momento. Allí, junto a su viejo amigo el roble. Él que la había escuchado día tras día durante el último año. Carla abrió su mochila y cogió una hoja de papel para escribir una nota; la dejó junto a su mochila, poniendo sobre ella una pequeña piedra. Sacó un pequeño frasco de su mochila y sonrió al mirarlo. Cogió seis pastillas del frasco, en su etiqueta ponía: “Morfina” y se las tragó con una sonrisa en el rostro mientras acariciaba a su viejo amigo el roble. Se apoyó sobre su tronco y cerró los ojos. De pronto; gran parte de las hojas del viejo roble, cayeron sobre Carla, como si un fuerte vendaval sacudiese sus ramas con ímpetu… pero Carla ya no podía verlo, ni oírlo; la oscuridad, se había apoderado de ella.
Texto: Nuria de Espinosa