Cuando la luz se vuelve tímida y el aire se entretiene en su propia liviandad, cuando el resplandor agita los visillos detrás de las ventanas y los árboles palidecen para saludar desnudos la inminente llegada del invierno, es entonces, precisamente, cuando me sumerjo en el vacío de mi vida y exploro la precariedad de todo cuanto he pretendido ser. Durante ese tiempo de plomiza apariencia, que cuelga nubes en el cielo y oscurece y merma los días, me tumbo en el diván de mi alma para que me interrogue un silencio nostálgico.
Preso de un sentimentalismo cíclico, que se acomoda a las estaciones, aguardo que la naturaleza mude su piel, dispuesta a combatir con su letargo un frío que ya presiente, para hacer repaso del tiempo malgastado en mi existencia y el fracaso de un proyecto que nunca supe o, tal vez, no quise siquiera emprender. Entonces, se difuminan, como la luz de estos días, mis ínfulas o ambiciones, me refugio en la tranquilidad feliz de los ociosos e intento huir a través de las cortinas de mis pensamientos, con ojos entornados de timidez, mientras amarillean los blanquecinos cabellos que adornan mi decadencia. En tales momentos de lucidez, adquiero consciencia, con toda su miserable crudeza, de haber sido arrollado por un tiempo crepuscular que alcanza, tarde o temprano, a todos los que han sido empujados a deambular por este mundo. Es, entonces, cuando me dispongo apurar, otro año más, el otoño de mi vida, como si fuera la última oportunidad que se me brinda. Y vuelvo a intentarlo. Intento hallar motivos de que mi vida ha merecido la pena y que he sido agraciado con el disfrute de este otoño existencial.