Y esperemos que mejor. España está cambiando de un modo irreversible y afrontamos una etapa nueva con todas las incertidumbres que tal muda supone. Porque no es solamente un cambio de piel culebrero, sino una mutación sobre aquella primavera democrática que nos alumbró el cambio de régimen de hace casi cuarenta años. A los brotes multicolores de nuestra esperanza de entonces le sucedió un verano agostador en sus postrimerías, con algunos rebrotes sintiéndonos protagonistas de la nueva construcción de Europa, que ha mustiado el panorama.
Las viejas ilusiones
A las elecciones cantadas por las calles con letras y músicas ilusionadas de tantos le fueron sucediendo las ansias de vivir de la política y sus aledaños de unos pocos, atrincherados en las ciénagas de las nomenclaturas de los partidos y en los oropeles y las inevitables cloacas del poder.
A la juventud pletórica de una sociedad española salida del secano de decenios liderada por la no menos esperanzadora vitalidad de los Suárez, Juan Carlos, González, etc., de entonces, incluidas las primeras lunas de un resplandeciente regenerador Aznar, le sucedieron quienes a su amparo hicieron del medro la consigna de su vida. Y aquí no solo entran los políticos de toda laya, sino personajes de diversa condición que quisieron ser émulos de aquellos en todo tipo de sinvergonzonerías: empresarios, sindicalistas, banqueros y “cajarios” – sobre todo -, conseguidores, españolitos y españolotes mil que, junto a quienes vieron la teta del Estado en todas sus variantes como sustento seguro para sus vidas, decidieron con más o menos conciencia de ello echar la persiana a la primavera española surgida con la imperfecta y disgregadora Constitución del 78.
Los últimos filibusteros
El tórrido verano empezó con el infame infantilismo de Zapatero, cuando lo que de verdad necesitábamos era alguien con la madurez y la imaginación suficientes para dar un giro importante a la deriva alocada de los últimos años “aznaritas”. Y al iluso esperpéntico socialista le siguió el aburrido marmóreo conservador. Aquel fue malo de solemnidad pero Rajoy es malo hasta el hastío. El del supuesto talante arruinó España desde una relativa situación de riqueza y de paso laminó al PSOE, y el autollamado previsible ha firmado la defunción de aquella España devolviendo al centro derecha español a la época “fraguista”; cuando ni con don Manuel ni sin él tenían sus males remedio. El PP deberá refundarse sobre las ruinas que dejará quien representa lo más casposo del conservadurismo patrio: ni lealtad a los suyos, ni valentía, ni sinceridad, ni la más mínima imaginación para anticiparse al futuro; virtud imprescindible para quien quiera liderar algo.
Y de paso se han cargado también la piedra angular sobre la que se asentaba aquella España política: el bipartidismo.
Hacia la nueva España
España es otra y con los nuevos mimbres habrá que hacer el cesto. El cansancio indignado de una gran parte de la sociedad, sobre todo de la generación que ha de tomar el relevo, ha dado lugar al fenómeno Podemos. Y no es una cuestión baladí. Porque tampoco lo es el descrédito que han alcanzado las instituciones políticas y sus representantes. Tenemos que remirarnos y repensarnos, como deberían hacer ellos dando un paso atrás o los que sean menester, y mirar hacia adelante imaginándonos el futuro. Y haciendo posible el mejor de ellos. Y eso no se hace tratando de desacreditar a quienes solamente son intérpretes del cambio que la sociedad reclama, por muy filocomunistas que sean. Ni, mucho menos, cambiando las leyes electorales para evitar que empiecen a tocar poder, como se le ha ocurrido al inefable Rajoy y a sus secuaces de cara a las próximas municipales. Con ello se pone de manifiesto una vez más el aserto de que los cobardes solo respetan a quien temen. Llevamos demasiados años diciendo que es necesario cambiar muchas cosas en España y ahora se les ocurre hacer cuantas chapuzas sean necesarias para evitar lo inevitable: que la sociedad que les ha dado tan justificadamente la espalda tampoco pueda sacar la escoba y barrerlos de sus poltronas. Pero no tienen la vergüenza de limpiar ellos mismos sus casas y levantar las alfombras para que se oxigene la vida pública, empozoñada hasta el vómito con sus cobardías, latrocinios y chanchullos; por ahí deberían empezar.
Es cierto que la solución a nuestros problemas no puede venir de engordar aún más el inasumible Estado que soportamos sangrando hasta la inanición con más impuestos a una buena parte de la sociedad, la más relevante, tal y como se desprende de los inviables postulados económicos de Podemos. Pero resulta curioso y esperpéntico que tal circunstancia la denuncien desde el Partido Popular de Rajoy y Montoro, que con tal de no tocar a sus paniaguados, ni a los de los otros,no tuvo reparos en subir los impuestos a niveles que ni los comunistas oficiales españoles de IU lo proponían en su último programa electoral.
Pero claro, es que andan tratando de borrar sus vesanias y las huellas de los dineros más negros que sus conciencias con los que se han financiado hasta hace cuatro días.
España ha cambiado para no volver atrás aunque algunos no quieren enterarse. El pueblo, como siempre, se lo recordará a bocinazos. Con Podemos, Limpiemos, Marchemos o Machaquemos. Mientras, esperemos que se den cuenta a tiempo y solo suenen músicas de viento. Este otoño democrático puede traer un invierno demasiado gélido. Ojalá fuera, por el contrario, un invierno de siembra útil para que una nueva primavera social y política nos arrulle con trinos amables.
El dios dinero
Para ello habría que arrumbar al dios del dinero fácil, a cuyo altar se ha postrado una buena parte de la desorientada sociedad española en estos años de pérdida de todo tipo de valores. ¿Por dónde empezamos? El verdadero cambio debería empezar por uno mismo.