Revista Cultura y Ocio

Otra crónica teológica del descarriado

Por Calvodemora
Otra crónica teológica del descarriado
I
Estaba Dios pidiéndole a Noé que metiese mofetas en su arca. Lejos de contradecirle, aunque manifiestamente irritado, Noé le pregunta si de verdad desea que en su arca entre una pareja de mofetas, a lo que Dios, enojado por el atrevimiento, le envía un rayo admonitorio. Homer Simpson, que está sentado frente al televisor, fijos los ojos en las aventuras zoológicas de la Santa Biblia, ferrea la mano izquierda sobre una lata de cerveza, comenta a Burt que definitivamente Dios es su personaje favorito de ficción.  No creo que sea el mío, pero no voy a discutir con nadie que me atrae muchísimo y que siempre que aparece, le presto la máxima atención. No porque me salve o porque desee yo congraciarme con él, sino por sencilla voluntad metafórica. De Dios me atrae su facilidad para la prestidigitación, su inmensa vocación de showman. Como un David Letterman celestial. Además no solo recaba la adhesión del pueblo llamado llano, sino que invoca hacia sí la querencia de filósofos, charlatanes de feria, poetas, músicos de folk, de jazz y hasta de rumba catalana y guionistas de Hollywood. Luego está el alma, está ese no saber a qué atenernos con el alma, si desviar todos los mimos que le prestamos hacia otro asunto más satisfactorio o procurarle algunos más, no vaya a ser que flaquee y entremos en una tristeza teológica.
II
Creo en la salvación de las almas. No de un modo teológico. Prescindo de la fe y de la posibilidad de que haya una vida eterna y yo pueda merecerla o disfrutarla. En lo que creo es en el alma sensible, en la que me hace confiar en mis semejante, el alma pura sobre la que dejar que el mundo me cuente su historia y yo pueda contarle la mía. Es una iniciativa muy egoísta la mía. Pienso como Noam Chomsky a propósito de la Biblia: que era un hermoso libro y, entre los muchos libros que ha dado el hombre, el más genocida. Lo hermoso del libro de los libros reside en la asombrosa rendición de historias que lo componen y, entre las historias, embutidas entre ellas, a modo de argamasa que las sostiene, las metáforas, toda esa decantación de imágenes sublimadas, de una plasticidad a prueba de cánones literarios, por encima del bien y del mal. Anoche abrí la Biblia por una página al azar y entretuve una hora larga en un evangelio. Para sorpresa de algunos que me conocen, no ardieron mis dedos conforme iban pasando las páginas, ni me tembló el pulso. Tampoco miraba a izquierda y derecha en la creencia de que estaba siendo observado y de que ese acto, absolutamente reconfortante, iba a causarme algún perjuicio. Ninguno hubo, ninguno que ahora yo sienta. Luego está el declinar inapelable de lo religioso en la sociedad. Al modo en que algunos se afirman en su fe, no hay día en que yo no me congracie con la ausencia de la mía. Prescindo de la teología, me afilio a la literatura. Adoro a Borges. Dejó dicho que la teología era una rama de la literatura fantástica. También que no creía, pero que le encantaría poder hacerlo. Me pregunto qué aparta al limpio de corazón del mensaje que irradian los evangelios. Yo, tan limpio de corazón, y tan descarriado. Lo que falla es la mecánica, el modo en que las piezas ensamblan. No hay necesidad de que lo hagan. Hay ocasiones en que incluso es mejor que no ensamblen. Desmadejadas, sin referencia ni hilazón. Como si no se tuviese que pensar en ellas nunca. La vida, escribió ayer un amigo, era disentir, un disentir continuo. Así que seguro que obro bien disintiendo yo en esto. Me lo digo despacio, me lo repito, me quedo bien oyendo las palabras en mi cabeza, me siento a salvo.

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