Revista Opinión
Israel tiene por norma plantear su enfrentamiento con los palestinos como si de una guerra se tratase, en la que ambos bandos disponen de una capacidad militar equiparable. Pero ello no es así, sino que es un enfrentamiento totalmente desequilibrado que, por enésima vez, ha venido a poner de manifiesto, por si había alguna duda, que del lado hebreo se masacra al palestino sin piedad ni contemplaciones, como si estuviera combatiendo contra un enemigo con una capacidad de fuego poderosa. Y no es así. Allí los que se enfrentan son tanques contra chavales que se defienden tirando piedras, son soldados y francotiradores disparando contra manifestantes civiles que protestan cargados de razones por la ocupación de sus tierras y la opresión a que les somete el Estado de Israel. Y eso es, justamente, lo que acaba de suceder, una vez más, con la marcha convocada el viernes pasado en Gaza para protestar por el 70º aniversario de la creación del Estado hebreo, que se ha saldado con 18 muertos y más de 1.500 heridos por disparos del Ejército judío contra una multitud civil y desarmada.
Con ese balance de víctimas, lo que allí se produjo fue un viernes negro que jalona de sacrificios la historia de Palestina por el derecho a su supervivencia y a vivir en la tierra de sus antepasados. Ello dio motivos para otra masacre de palestinos que las autoridades hebreas tienen el descaro en calificar de acto de legítima defensa por celebrarse a escasos 300 metros de la frontera y suponer, al parecer, una “amenaza” para Israel. El Ejército ya ha avisado que actuará de igual forma (repeliendo con disparos a los manifestantes) ante las nuevas marchas anunciadas y que abrirá fuego contra los que arrojen piedras y se acerquen a la frontera. Causa vergüenza el silencio y la inacción de la comunidad internacional ante una tragedia recurrente y previsible por la violencia con la que actúa Israel. A pesar de los muertos, nadie condena el uso de una fuerza desproporcionada ni la desfachatez de un gobierno que autoriza a su Ejército a disparar de forma indiscriminada contra la multitud de una marcha pacífica. Ningún gobierno europeo u occidental, y menos aún el norteamericano, ha elevado su voz ni convocado el Consejo de Seguridad de la ONU para criticar un capítulo más de la política de aniquilación y limpieza étnica que está perpetrando el Estado sionista contra el pueblo palestino, al que arrincona en territorios cada vez más estrechos que asemejan las reservas indias de Norteamérica. Tal política de ocupación y proliferación de asentamientos judíos, de arrinconamiento territorial y levantamiento de muros que exceden las fronteras establecidas, de control militar y limitaciones a la libre circulación de personas y bienes, y de ejercer una violencia injustificada contra la población civil, tal política de hechos consumados, como decimos, no respeta las resoluciones de la ONU y hace caso omiso de las convenciones para casos de conflicto armado. Es decir, que Israel hace lo que le da la gana contra los palestinos sin que nada ni nadie se lo impida.
Israel se comporta como un matón, actitud que comparte con quien lo arma y lo protege, desde el instante mismo de su creación, en 1947, tras la partición de Palestina en dos estados: uno judío y otro árabe, lo que daba fin al mandato británico que administraba aquellas tierras pertenecientes al antiguo Imperio Otomano. Así nació el Estado de Israel, que los palestinos rechazaron pero que ya aceptan, poblándose con judíos de la diáspora y expulsando a palestinos de un territorio cada vez más colonizado y reducido. Es el comienzo del llamado “conflicto” palestino-israelí que perdura hasta hoy. Y es que, sin ese apoyo incondicional que EE UU le presta, difícilmente podría Israel imponerse en una región rodeado por países árabes y dominar una situación de hostilidad y franca desconfianza entre las partes.
Esa historia de beligerancia llega hasta nuestros días con un Estado sionista que niega reciprocidad a los palestinos para construir su propio Estado soberano, que comparta con un estatuto especial la ciudad de Jerusalén, en virtud del mandato de la ONU y conforme a las fronteras establecidas según resoluciones de la organización internacional que las autoridades hebreas no respetan ni cumplen. De ahí que estén previstas movilizaciones multitudinarias hasta el próximo 15 de mayo, fecha en que los palestinos conmemoran la Naqba o catástrofe que les condujo al exilio. También se manifiestan contra el 70 aniversario de la fundación de Israel y contra la decisión de convertir la ciudad santa de Jerusalén en capital del Estado hebreo. Para añadir leña al fuego, EE UU aprovechará ese aniversario para trasladar su embajada a Jerusalén, mostrando así un apoyo explícito al “matonismo” sionista.
Con tales movilizaciones, los palestinos persiguen dar a conocer a la opinión pública mundial la situación de opresión en la que viven y el derecho que les asiste de regresar a su tierra. De hecho, estas movilizaciones se convocan con el nombre de Marcha del Retorno para exigir que se reconozca el derecho de los refugiados palestinos (entre 6 y 11 millones de personas exiliadas en Jordania, Líbano y Siria) a retornar a su país. Pero es un derecho que Israel no reconoce al considerar que pondría en peligro la identidad judía del Estado, a pesar de que ellos también hicieron un llamamiento a la diáspora judía para repoblar el Estado de Israel. Y es que la pretensión israelí, desde un primer momento, ha sido la de expulsar a la mayor parte de los palestinos de sus territorios, infestándolos de colonias judías e impidiéndoles volver a sus casas.
Cuenta para ello con el beneplácito y la aquiescencia de EE UU, que le facilita todo el armamento que necesita, le financia su extraordinaria maquinaria militar y de seguridad y comparte y consiente su estrategia de imponer los intereses del sionismo aun violando las leyes internacionales y la soberanía de otros estados de la zona. Con Donald Trump en la Casa Blanca, esa relación de complicidad es todavía más estrecha y descarada, al reducir las aportaciones económicas que a través de la ONU se facilitaban como ayudas a la población palestina y permitir sin cuestionar todas las atrocidades cometidas por Israel.
Con las manifestaciones previstas pueden derivarse nuevas tragedias, como la del viernes negro del 30 de marzo, por la voluntad de unos de no cejar en la reclamación de sus derechos y el empeño de otros en impedirlo como si se tratara de una guerra, esgrimiendo excusas baldías para usar la fuerza y la violencia. Unos, dispuestos a morir y otros, a matar, sin que nadie lo remedie. Curiosamente, sólo una asociación israelí de defensa de los derechos palestinos, Adalah, se ha atrevido hacer oír su voz para advertir de que “el uso de munición real contra civiles viola la legislación internacional, que obliga a distinguir entre civiles y combatientes”. Ha sido como clamar en el desierto porque nadie parece dispuesto a mover un dedo para impedir otra masacre de palestinos