Revista Opinión
Diciembre nos sorprende otra vez en el calendario. Aparece con sus lunares rojos de celebraciones más comerciales y paganas que religiosas para recordarnos que otro año está a punto de consumirse, sin apenas darnos tiempo de cumplir con todos los proyectos a que nos habíamos comprometidos. Un nuevo diciembre invernal de frío y nieve que vuelve a cubrir de blanco el norte del país y las cumbres de las montañas, aunque tacaño en lluvias, tan necesarias para poder despilfarrar su agua con la desconsideración habitual de nuestra actividad productiva y nuestros hábitos derrochadores. Un mes de balances y renovadas promesas con los que intentamos engañarnos un año más, en un alarde de felicitaciones, regalos, comilonas y petardos que no ocultan nuestra superficialidad infantil y cierta nostalgia de una niñez de reyes magos y arrumacos maternales. Otra vez diciembre para continuar persiguiendo sueños y alimentando frustraciones que se acumulan entre las arrugas de la vida. Sin embargo, otro diciembre para la esperanza de conquistar nuestras metas o de ser testigos que miembros de la familia o amigos las alcanzan. En definitiva, otro diciembre que se suma a los 64 restantes en la contabilidad vital de nuestra existencia. Motivo suficiente para celebrarlo. Por fortuna.