Volvemos a cambiar de etapa. Resulta vertiginosa esta forma en la que vas «pasando de nivel», de la baja tan ridículamente corta a los malabares sin red, de ahí a la escuelita, y de pronto ya nos toca «el cole de mayores». Cómo puede ser. Cómo esta criatura con lengua de trapo puede ir a un cole de mayor.
Tengo la sensación de que tres inicios de curso después sigo sin haber aprendido nada. La burocracia me comió viva el primer año de escolarización y me robó un curso en el que ni siquiera nos admitieron a trámite; este año me lancé a «conquistar el 50% de la negligencia» delegando el llevar la documentación en persona y esa pequeña victoria me estalla ahora en la cara, con un nudo en el estómago y la cuenta atrás hasta que por fin consiga que alguien me atienda en secretaría y me confirme si mi hijo tiene comedor o vuelvo al «ahí te las apañes» en un año en el que conciliar va a ser especialmente complejo.
Y más allá de los pequeños dramas personales, el despropósito institucional. Criaturas sujetas a restricciones que no nos atrevemos a imponernos como adultas, sostenidas en el eslogan de la resiliencia infantil como si la resiliencia no fuera, por definición, algo que deberíamos procurar usar lo menos posible.
Otro septiembre en el que Monete se encontrará con «amigos a los que no conoce». Volver a empezar. Tres coles en tres años.
Desde que nació me obsesiona la idea de darle estabilidad, una estabilidad que se me resiste constantemente. No sé dónde viviremos en tres años, no sé por cuántos centros de estudios pasará.
Y a ratos me pregunto si tiene sentido esta búsqueda constante de solidez o si lo máximo a lo que podemos aspirar es a acompañarles y enseñarles a usar esta vida gaseosa que les ha tocado para intentar disfrutar del vuelo en la medida de lo posible.