Revista Talentos

Otras cosas

Por Sergiodelmolino

De verdad que necesito este rincón para hablar de otras cosas, pero es que las otras cosas se han vuelto tan pequeñitas, me importa todo tan poco, y a la vez me importa tanto, que no sé muy bien qué hacer.

Quiero evadirme unos minutos, sentir algo de lo que sentía antes de todo, pero cuando consigo hilvanar un par de pensamientos banales sobre cualquiera de las tonterías que nos solían ocupar los días en este rinconcito, me siento un traidor, un mal padre, un monstruo que se aparta de lo único que debe centrar su mente. Y que, de hecho, la centra.

Y, sin embargo, hay espacio para la risa. Quizá lo hay porque Pablo -y escribo esto con todo el temor del mundo, con miedo de que se rompa conforme lo escribo, pero obligado por la gratitud que siento por quienes nos habéis prestado unos buchitos de cariño- está respondiendo muy bien a los primeros compases del tratamiento. No quiere decir nada y hemos renunciado a pensar en el largo plazo, centrándonos exclusivamente en lo que pasa cada día, pero es indudable que cada pequeña buena noticia, cada buen resultado de unos análisis y cada minúscula aprobación del equipo médico nos da una capacidad que creíamos no tener para bromear, para dejar que el aire de la vida vuelva a circular por nuestros cuerpos.

Lo que peor llevamos es el tedio, las horas muertas consumidas en el hospital sin que nada pase. Y hemos decidido llenarlas. Yo, con un poco de trabajo, que pienso ir retomando sin prisas, y la relectura de un tochamen à la ancienne: Guerra y paz. Tolstoi es lo bastante poderoso como para absorber los malos pensamientos durante un rato.

Entre las decisiones que hemos tomado está la de no perder el humor. Tanto por Pablo, que debe vernos contentos, como por la supervivencia de nuestra propia cordura. Y, como todo humorista sabe, la carcajada se construye con lo que uno tiene más a mano, que, en nuestro caso, es el sistema sanitario. Dicho todo con mucho cariño, porque nos están tratando maravillosamente bien y sólo puedo glosar maravillas de sus profesionales. Y no es peloteo, lo siento de veras.

Pero, a pesar de ello, se han convertido, por proximidad, en el objeto de mis disquisiciones.

¿Se han fijado en que muchas enfermeras tienen un grave problema de audición? No sé si al graduarse en la escuela les encienden una traca valenciana que las deja sordas o que la propia sordera es un requisito para ingresar en la profesión. Si no, no se explican las voces que dan. Tampoco entiendo que algunas profesionales que llevan trabajando décadas con niños pequeños tengan tan poca empatía con ellos.

Es habitual que irrumpan en la habitación a cualquier hora del día o de la noche gritando, y cuando Pablo les responde llorando, se sorprenden. Para calmarle, no se les ocurre otra cosa que gritarles aún más fuerte y más cerca, con unas coloraturas que ni la Caballé:

-¡Mira, mira, bonito, aquí, aquí, qué chulo el termómetro!

Y acompañan sus gritos con golpes y grandes aspavientos. Por supuesto, el llanto de Pablo no amaina, sino que arrecia con vientos de fuerza cinco.

Como soy sumiso y, en el fondo, a mí también me dan miedo, no les digo lo que pienso, así que lo escribo aquí, como el cobarde que soy.

Si tuviera redaños, les diría: “¿Cómo le sentaría a usted que, estando en su cama a las tres de la madrugada, irrumpiera en el cuarto un extraño de cuatro metros de altura encendiendo luces y dando alaridos en un idioma incomprensible a medio camino entre el alemán y el mongol, mientras le arranca las sábanas y golpea con todas sus fuerzas su mesilla de noche, agitando extraños objetos ante sus ojos -y amenazando con introducirlos por alguno de los orificios de su cuerpo-? ¿No se sentiría como abducido por un ovni? ¿No sentiría ganas de cagarse encima y de tirarse por la ventana? Póngase en el lugar del crío, por el amor de dios”.

Pero no lo digo. Me callo y, cuando se marchan, calmo a Pablo como se calma a un niño: con mimos, susurros y canciones que le gustan. Supongo que estas técnicas no se enseñaban en la escuela de enfermería cuando ellas estudiaban. ¿De verdad alguien calmó alguna vez el llanto de un niño con berridos? ¿Cómo se llama esa técnica, el método del Doctor Mengele?

Las hay y los hay que tienen mucha mano, que saben despertar sin agredir y que saben modular su voz por debajo de los cien decibelios. Pero el fenómeno contrario está muy extendido.

Intento buscar la forma de escribir de otra cosa. Tengo que ponerme a escribir los artículos dominicales para Heraldo, así que eso me dará el temple que necesito para enfocar en otra dirección. De momento, perdonen que sea tan plasta.

La fortaleza sigue intacta. Cris y yo nos sorprendemos de lo mucho y bien que aguantamos el tirón, pero quien más nos sorprende es Pablo. Nos da mil vueltas a los dos.


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