Oficialmente nunca lo consiguió.
La fama de Pabst es vetusta desde hace décadas - y más pronto que tarde, será observado como un fósil - pero se circunscribe casi enteramente a lo rodado hasta "Westfront 1918, vier von der infanterie". De la parte "final" de su carrera, los últimos veinticinco años en concreto, con películas filmadas bajo banderas francesa, austriaca o italiana, es rara la que no ha sido apreciada negativamente, arrasadas por igual las más concordantes con su pasado (la muy elusiva "Geheimnisvolle tiefe"), o las más excéntricas (la magnífica comedia "Cose da pazzi"). Paradójicamente, es al final de su periplo, cuando "volvió a ser alemán" - que es lo que nunca fue, más que mientras duró el delirio nazi -, cuando hay alguna en general mejor tratada. Resulta de todas maneras llamativo que "A modern hero", un primer film en Hollywood de tan renombrado emigrante, trabajando para la Warner Brothers, con Barthelmess como protagonista - no la estrella que fue en su juventud, pero sí el mejor actor que nunca había sido, gracias a la excelsa "Heroes for sale" de William A. Wellman - y partiendo de un libro reciente de un autor prestigioso, esté tan olvidado.
Poco cuentan ya las discretas críticas ni su mal resultado en taquilla; tampoco hay estigma alguno de producción desorbitada de presupuesto o plagada de percances de la que la industria debiera renegar para que no cundiera mal ejemplo.
Pabst y Marjorie Rambeau, durante el rodaje
Sospecho en cambio que influyen otros factores muy poco cinematográficos. Se me ocurren dos: el controvertido y rocambolesco retorno a Alemania de Pabst que marca su vida y su reputación futura - con la desdichada "Paracelsus" como centro, que le confirió una escarapela no muy diversa de la que prende del pecho de Veit Harlan por "Jud Süß" - y el hecho de que la inconformista y problemática actriz Jean Muir fuera la primera en ir a parar a la lista negra de McCarthy.Si eso es suficiente para no restaurarla, difundirla y restituirla a donde le corresponde...
Ese lugar debiera ser el que ocupan las más grandes películas de Pabst y un puesto entre las mejores americanas de 1934 (no precisamente un mal año: "Little man, what now?", "Livin' on velvet" y "No greater glory" de Frank Borzage, "The Scarlet Empress" de Josef von Sternberg, "Cleopatra" de Cecil B. DeMille, "Judge Priest" y "The world moves on" de John Ford, "Our daily bread" de King Vidor, "Death takes a holiday" de Mitchell Leisen, "It happened one night" y "Broadway Bill" de Frank Capra, "Imitation of life" de John M. Stahl, "Whirlpool" de Roy William Neill, "The merry widow" de Ernst Lubitsch, "The black cat" de Edgar G. Ulmer, "Treasure island" de Victor Fleming, "The secret bride" de William Dieterle o "What every woman knows" de Gregory LaCava).
Un caso grave de miopía - presbicia en mi caso - el que debemos haber sufrido una mayoría, porque pienso ahora que muy pocos directores - en todas partes - fueron capaces, en estos momentos de transición, de hacer un film tan deslumbrante como este.
No servirá de disculpa, pero las virtudes de "A modern hero" no tienen esa capacidad instantánea para poner en alerta a cualquiera, quizá porque no se encadenan con las que se le atribuyeron en el pasado - expresionismo = cero - ni anuncian nada que tuviese continuidad en el futuro, aunque respecto a esto último, siempre me quedará la oblicua duda de si no fue esta - el ramillete es amplio - una de las muchas películas que juró Orson Welles no haber visto y se conocía de arriba abajo.
La clave para mejor darla a ver es sencilla y al mismo tiempo de difícil divulgación.
¿Cómo transmitir, sin contemplarla, la revelación continua, de que cada escena - porque el engarce de fotogramas y su cadencia lo permite - es la más inteligente y adecuada manera de comunicar lo que pretendía? Me refiero a lo que sucede en esos segundos de deleite al comienzo o al final de la misma, en que se piensa qué admirable solución, qué capacidad para quitar lo superfluo y qué destreza sin embargo para darlo a entender.
La narrativa inenarrable, que vino a llamarse invisible.
Lo má asombroso es que esto se produce en la película menos solemne, menos vanidosa imaginable, la que menos tiempo otorga para hacer esa reflexión que mencionaba y la que menos se obstina en dirigir la mirada.
Hablamos en realidad de una frenética, sobria, esencial y osada morality play que pudo haber sido uno de los Griffith sonoros que nunca filmó el maestro y una película a la altura de las facturadas por sus iguales y herederos: prístina de líneas y encuadres como un Stahl, tan dura y expeditiva como el mejor Walsh contemporáneo, afilada moralmente como tantos DeMille, imprevisible como los primeros Dwan sonoros.
Me pregunto cómo de despreciable parecería este arribista con cuentas pendientes y víctimas a cada paso que da, de no ser por tanta precisión y tan depurada y bella plasmación en imágenes, aunque la respuesta llega, como un torrente, en un final en que se desanda en minutos una vida y se vuelve al regazo y a la inocencia. Un castigo escrito en el guión, como era norma, pero un turbio relámpago de amnesia edípica en la pantalla, uno de esos quiebros desconcertantes que abundarán en el cine de un ilustre contemporáneo de Pabst que tampoco encontraba por entonces su sitio, Luis Buñuel.