Revista Opinión

Otro peo con mi jefe

Publicado el 26 julio 2019 por Carlosgu82

El vagón comenzó a oler a  quemado. Apenas íbamos saliendo de la estación Mamera, rumbo a Caricuao. Miro mi reloj y éste me susurra que faltan diez para las ocho de la noche. A velocidad de morrocoy, el gusano de metal se tongonea lentamente y las luces internas comenzaron a titilar, como siguiendo el compás de un despechado bolero. Luego, el frenazo suave y ¡zaz! se fue la electricidad. El tren quedó inerte, a la entrada de la boca de la noche.

Desde la ventana se podían observar los edificios de la UD-2 a medio camino, de inmediato una voz de ultratumba nos indicó que el movimiento se había detenido motivado a una falla de de energía. Tras 15 minutos en espera, el pánico se apoderó de los usuarios hasta que un atrevido activó una palanca de emergencia y abrió las puertas. Uno y otro comenzaron a descender y la acción fue imitada desde el resto de los vagones.

En ese tramo, donde el subterráneo se desplaza por encima de un puente, los rieles están a casi un metro por encima de la superficie, lo que hace que, cuando te apeas del vehículo, debes sentarte en el suelo y dar un pequeño salto al vacío. En el primer vagón, encontramos a una señora en estado de histeria, pues su sobrepeso y edad superior a los 55 años, le impedían saltar, por lo que varios hombres nos dimos a la tarea de ayudarle, pese a sus gritos e inseguridades.

En fila india caminamos por un trazado de paneles de cemento inestables. Del lado izquierdo el tren malherido yacía inerte, sin signos de vitalidad. Del extremo derecho, dos canaletas de aluminio con cables dentro que presumían alta tensión, retaban a quien se atreviera a tocarlos en medio de la nocturnidad.

Bastaron unos 350 metros para localizar las escalerillas que acceden al andén de la estación Caricuao. Al subir la plataforma recordé la película de los 33 chilenos atrapados en la mina, en el primer mandato de Piñera, e hice un paralelismo al sentirse rescatados de la inminencia y asecho de la muerte.

Esa noche, en grupo, volvimos a retar a la noche caminando un buen trecho del bulevar para llegar al destino deseado.

Al día siguiente, ingresé al andén de la estación Zoológico, justo a las cinco y treinta de la mañana. El objetivo era salir del pueblo en el primer viaje del tren. A mi lado llegó una dama platinada, elegantemente vestida, de tacones altos que le hacían lucir muy esbelta y con una frágil cintura. Todo fue belleza en el paisaje hasta que abrió la boca para dirigirse a su acompañante: “ese fue el coño e` madre metro que me dejó a mitad de camino anoche”, refiriéndose al tren que se encontraba apagado en el riel de enfrente, y acabando así con su glamour inicial.

No debimos esperar mucho para que otro transporte llegara al embarcadero y abriera sus puertas: era un tren continuo, articulado por gomas entre vagón y vagón, de los modernos, de esos que llaman “los rojitos”. La dama de vocabulario nada elegante se perdió entre la muchedumbre y yo me atrincheré en uno de los túneles de la junta, donde pega un poco más el aire acondicionado.

El tiempo se hizo eterno en la parada, media hora transcurrió mientras la capacidad de almas en el espacio estaba a casi en su máxima. Arrancamos y al llegar a la siguiente estación, Caricuao, el abarrotamiento se hizo manifiesto y quedé frente a frente con una joven ataviada con un pulover azul oscuro con una insignia que rezaba “U.E.I Simoncito”, debajo de él una chemise blanca y tras de sí una piel broncínea. No llevaba maquillaje, tampoco lo necesitaba. Estábamos tan cerca -a menos de una cuarta-, que pude detallar sus ojos achinados encima de pómulos pronunciados y morenos. También la perfección de su boca carnosa que jugaba de vez en cuando con la comisura.

No obstante, sus manos marcaron la distancia prudencial de la franja amarilla para evitar arrollamientos. La derecha boca abajo y la izquierda boca arriba, urgando con detenimiento y paciencia entre la piel y la formación de queratina llamada uña, el material depositado entre ambas, llamado mugre. Así pasó un larguísimo tiempo del camino, presumo que para evitar subir el rostro y encontrarse con mis ojos.

Yo diría que a la mitad del recorrido entre Caricuao y Mamera, después de salir de la curvita donde está un edificio de la Cantv del sector Ruiz Pineda, el tren frenó abruptamente y se apagaron las luces. El resoplido de los presentes fue un presagio de lo que vendría en la próxima hora de nuestras vidas. La voz ya familiar del operador del tren, nos anunciaba la ya familiar excusa de falla eléctrica en el sistema, por los que nos conminaba a ponernos cómodos, abrir las ventanas y relajarnos para disfrutar la función. Eso sí, nada de inventar a abrir las puertas y saltar a los rieles porque en cualquier momento volvía la energía y el riesgo de “electrocutación” era ineludible.

Allí la pasamos, yo acalambrado en mis centímetros de espacio y ella con la cabeza enterrada en sus uñas, sin subir la mirada. Una hora, una hora de sano esparcimiento y la distracción la ponía el operador cada vez que decía que “en breves momentos iniciaremos movimiento, en cuanto se restablezca el fluido eléctrico”.

El dedo del creador se posó sobre nuestro tren –porque después de tanto tiempo ya era nuestro por hecho y derecho- y se hizo la luz. El aire acondicionado nos brindó una nueva bocanada de aire fresco, aunque no me molestaba para nada respirar el que desechaba mi frontal y muda compañera; y…se inició el movimiento prometido.

Las estaciones pasaron como un suspiro, una a una iban siendo superadas como juegos de video que te llevan a un nivel más alto, hasta llegar a Zona Rental. Al abrir la puerta, salió expulsada la gente como a quien le dan una patada de despedida. Al caminar a la escalera que conduce a las líneas uno y tres, delante de mí estaba la dama platinada y elegante, quien volvió a derrochar su glamour al decir: “este metro es una vaina seria…ya me gané otro peo con mi jefe”.

Luis Vera Márquez


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