Revista Opinión
Ghorepani, Nepal, a 2.860 metros de altitud
Están en las faldas de las montañas más altas de la tierra, en Nepal. No hay carreteras. A veces, tampoco caminos. Los monzones pueden deshacer en unas horas el ingente esfuerzo de muchos años dedicado a edificar humildes casas con materiales simples, a sostener bancales de tierra donde cultivar, y a construir las pobres infraestructuras de piedras y maderas que les sirven para transitar entre las aldeas o acercarse a alguna población algo mejor comunicada donde abastecerse. Los burros les ayudan a transportar, por ejemplo, las cervezas que nos bebemos los caminantes forasteros, llamados con cierto eufemismo "trekkers".
Sendero entre Tikhedhunga y Ghorepani, Nepal, 25 de agosto de 2010
Yo creí que sólo me iba a dar un apasionante paseo por las proximidades de los Annapurna, pero me he encontrado con una nueva lección. Para llegar a Ghorepani hay que andar una siete horas desde Hile o Tikhedhunga por laderas empinadas, ascender por rústicos peldaños irregulares hasta agotar las últimas fuerzas. Y es sólo una etapa más en el camino. ¿Hacia dónde? En realidad a ninguna parte... o hacia dentro, que es adonde se dirigen los verdaderos viajes. Ghorepani está rozando los 3.000 metros de altitud, y siempre suele hacerse desde allí la subidita al amanecer hasta Poon-Hill, ya a 3.190 metros, para ver cómo el sol sale antes para los altos picos de los Himalaya.
Primeros rayos de sol sobre el Annapurna sur, Nepal, 26 de agosto de 2010
La caminata es muy dura. Todos los días. Después de un pueblito se llega a otro tras unas cuantas horas atrochando por senderos imposibles. Los paisajes son impresionantes, la naturaleza exuberante, pero los caminos por esta zona del mundo son durísimos. Nosotros, pobres y delicados turistas procedentes de las muy opulentas sociedades de occidente, estamos en estas tierras de paso. Digamos que hemos venido a flipar. Pero no son las montañas, como esperaba, las que me han tocado tan hondo y me han cambiado por dentro de alguna manera. Son las gentes que viven en estas aldeas aisladas. Miradas nobles, curtidas en la dureza de su vida cotidiana. Amables, sencillos. El simple hecho de haber compartido con ellos una minúscula parte de su realidad me ha conmovido profundamente. Y de vuelta a casa vuelo a relativizar la importancia de las cosas, porque he vuelto a comprobar que hay otras vidas, otros caminos.
Cuando regresábamos de una semana por las aldeas Gurung en esta región de los Annapurna, ya cerca de Birethanti y de Nayapul, es decir, de la carretera, nos cruzamos con una mujer que llevaba a sus espaldas a una anciana que se agarraba con las dos manos cruzadas a su frente, como esas fajas con las que estas gentes cargan sobre la cabeza el peso de los fardos que transportan. Crucé una mirada muy próxima con la mujer mayor, que hizo un gesto leve de resignación y lástima. Nos explicó Narayan, nuestro guía y compañero de trek, que venían del hospital. El pueblo al que se dirigían quedaba a nuestras espaldas, a varias horas de nuevo ascendiendo por el barro de las montañas. Aún se me saltan las lágrimas cuando lo recuerdo...