...«Busca en el espejo al otro, al otro que va contigo.»
(Antonio Machado: Proverbios y cantares)
El tema de «el otro» acusa en la literatura, el pensamiento y la historiografía del siglo XX español una presencia cuyas más tempranas y cristalizadas manifestaciones podríamos situarlas en la obra -por tantos conceptos considerada como preexistencialistas- de don Miguel de Unamuno.
El concepto angustiado de la identidad personal reiteradamente expuesto por este autor bajo la forma de dialéctica entre el yo y el otro yo, contradictorios pero complementarios, asumidos en una esencial unidad agónica, contrasta con la también conocida noción «altruista» e integradora de su relativamente coetáneo Ortega y Gasset: «Yo soy yo y mi circunstancia».
Por su parte, un buen conocedor de la obra de ambos escritores, Pedro Laín Entralgo, elaboró ulteriormente toda una Teoría y realidad del otro224 en la que, aparte su propia aportación al tema, realiza una detallada historia del mismo, incorporando el análisis de su floración hispánica.
En general, el contenido de esta última obra recoge el desarrollo de toda una temática filosófico-literaria abstracta e intemporal, aplicada tanto al sujeto individual como al colectivo. Por nuestra parte, vamos a referirnos aquí a una manifestación real, vivencial, del problema; a un «acontecimiento» histórico sucedido en tiempo y ámbito determinados (los enunciados en el título) y experimentado de manera ya activa, ya dramáticamente pasiva, y de modo multitudinariamente personal -es decir, colectivo- en el seno de toda una comunidad nacional.
La palabra converso designa en el concreto vocabulario histórico español de finales de la Edad Media y los primeros tiempos modernos, no al neófito o convertido de cualquier religión a otra, sino, de modo específico, al «cristiano nuevo» procedente de la fe judaica.
La producción de este fenómeno con intensidad que permite distinguirlo singularmente como propio y exclusivo de la Historia española deriva, naturalmente, de la también singular estructura de la sociedad hispánica en el tiempo de la llamada «Reconquista»: una pluralidad étnico-religiosa en el seno de los reinos cristianos, junto a cuya población dominante representativa quedan subsumidos otros dos componentes: el islámico y el judío.
A lo largo de los siglos medievales (y también en zona de soberanía musulmana) la condición de ese tercer elemento demográfico-cultural experimenta los avatares y alternativas que históricamente aparecen como inherentes a su propia y universal situación minoritaria: largas etapas de normal convivencia, jalonadas de circunstanciales exacerbaciones del espíritu persecutor. En general, un statu quo de tolerancia esmaltado de matices discriminatorios, que van desde la prohibición de los matrimonios mixtos hasta la obligatoriedad de la señalización externa, pasando por una constante, aunque irregularmente penosa, desigualdad jurídica.
El tránsito de una a otra creencia, judía a cristiana o a musulmana, o de ésta a la segunda, no fue, sin embargo, en general, ni frecuente ni buscado, ni espontáneo ni impuesto, a lo largo de aquel largo tiempo. Con todo, ya en el siglo XIII era conocida en Castilla la figura del «cristiano nuevo» o converso, por cierto mirada con suspicacia desde el principio en el ambiente al que pretendía asimilarse, como evidencia la ley 3.ª del título XXV en la séptima Partida del Rey Sabio, que especifica «Qué pena meresçen los que blasonan a los conversos»:
«Mandamos -dice su texto- que todos los christianos de nuestro señorío fagan honra e bien en todas las maneras que pudieren a todos quantos de las creençias estrañas vinieren a nuestra fe».
Por su parte, las Cortes de Soria de 1380 castigan asimismo con pena de cárcel y multa a quienes les injurien llamándoles «marranos» y «tornadizos».
Es, sin embargo, tras las sangrientas y generalizadas persecuciones desatadas contra las aljamas judaicas en 1391, cuando la situación de sus habitantes comenzó a hacerse más y más peligrosa e incierta en los diversos Estados cristianos peninsulares. Las predicaciones evangelizadoras de San Vicente Ferrer, incitaciones a la conversión de muy diversa apreciación según el punto de vista desde el que se las considere, contribuyeron o fueron pretexto oportuno para buscar en la aceptación (incluso colectiva) del bautismo un asidero de supervivencia. Lo masivo de este movimiento de conversiones hizo, no obstante, razonablemente sospechosas a muchas de ellas, ya que la voluntad no sólo de salvar la propia vida, sino, además, de incorporarse a un deseable status de libertad, de seguridad y plenitud de derechos en igualdad con el más favorecido núcleo de vasallos de la Corona (el cristiano), explica sobradamente el utilitarismo de tal cambio. Aunque lo inaccesible del reducto de las conciencias no permita conocer la proporción de autenticidad existente en su volumen.
Aquí está, en definitiva, el origen del criptojudaísmo en la Historia moderna de España. Tal es la razón de que tan espectacular transición, experimentada por un cualificado componente de la sociedad hispana, no constituyese en realidad, por el momento, sino el paso Del problema judío al problema converso.
Con el transcurso de las décadas siguientes, la incertidumbre acerca de los resultados de tales sucesivas conversiones, individuales o de grupo, no hizo sino complicarse y agravarse. Sus promotores pudieron haber contado incluso, para la consecución de sus fines definitivos, como un mal necesario, con la insinceridad de aquellos primeros pasos, que permitirían, sin embargo, dejar abierta la perspectiva a una esperable convicción por parte del propio sujeto o en la persona de sus descendientes: «Puesto que los primeros (conversos) no sean tan buenos cristianos, pero a la segunda e tercera generación serán católicos e firmes en la fe», escribía a este respecto el cronista de los Reyes Católicos Fernán Pérez de Guzmán.
Pero, aún habiendo sido así (y aun admitiendo que en muchos casos desde aquel primer momento), la reticencia hacia los recién convertidos y sus sucesores no abandonó ya prácticamente nunca la actitud mantenida hacia ellos por los «cristianos viejos». «Cristianos nuevos» o «conversos» por antonomasia fueron en adelante epítetos o conceptos sinónimos de «sospechosos en la fe»: en el extremo de la invectiva y del odio, «marranos» (= puercos, por antífrasis invocadora del animal aborrecido por judíos y musulmanes). Designación que fue aceptada y asumida martirológicamente por sus destinatarios, los portadores de sangre manchada o impura, frente a la «limpieza» de la de los «cristianos lindos» (= limpios).
«Otros cristianos» quedaban así definidos y una escisión o cisma quedaba abierta en el seno de la cristiandad española. En 1499 se promulgaba en Toledo, si no el primero como afirman algunos, sí el más trascendente y paradigmático, por su entidad y consecuencias, de los «Estatutos de Limpieza de sangre» en la historia de este género de documentos. En virtud del mismo, los conversos y los descendientes de cristianos nuevos, no importaba en qué grado de parentesco lineal, quedaban excluidos e incapacitados para el desempeño de los oficios públicos locales. Y aunque la Corona (Juan II de Castilla) y el Pontificado (Nicolás V) declararon nula de pleno derecho tal disposición (la famosa «Sentencia-Estatuto de Pero Sarmiento), fruto de una circunstancia revolucionaria local, su promulgación contaría en adelante como modelo precedente de similares textos discriminatorios.
Una magna y dilatada polémica en torno a la licitud del principio por ellos mantenido se desata. Argumentos teológicos, morales, canónicos, jurídico-civiles, históricos y pragmáticos son puestos a contribución por los más variados defensores de una y otra opinión. La dignidad del linaje de Cristo y de la Virgen, la hermandad adánica del género humano, la igualdad entre cristianos, la eficacia universal de la Redención, son algunas de las razones más contundentemente invocadas en contra del criterio escisionista; del otro lado se esgrimen no menos irrebatibles y objetivos testimonios acerca del gran número de supuestos conversos que «han judaizado e judaizan, e han guardado e guardan los ritos e çirimonias de los judíos, apostatando la crisma e vautizo que reçeuieron, demostrando con las obras e palabras que los resçeuieron, con cuero e non con el coraçón ni en la voluntad»; así como la utilización por parte de los mismos de sus cargos y magistraturas en perjuicio y venganza de los cristianos que les hostigaban.
El hecho es que, andando el tiempo, junto a quienes, a imagen e inspiración de sus mayores, continuaban manteniendo viva, aunque secreta, la antigua adscripción religiosa de aquéllos, fue creciendo progresivamente el número de los que, educados ya exclusivamente en la creencia evangélica, la profesaban profunda y sinceramente, desconociéndolo todo acerca de la fe de sus antepasados, más o menos remotos. De ahí que entre los contradictores del principio de diferenciación de cristianos en viejos y nuevos, concretamente cuestionada con ocasión de optar a la provisión de determinados beneficios eclesiásticos, se defendiera la limitación, siquiera fuese al dilatado plazo de cien años, de la necesidad de probar la limpieza del propio linaje.
Sin embargo, ni encubiertos judíos ni convencidos cristianos nuevos dejaron en tiempo alguno, hasta la extinción del prurito diferenciador, de aparecer igualmente sospechosos y suscitar en su contra las mismas prevenciones por parte del estamento de los cristianos viejos. Como también sufrieron las consecuencias de aquéllas -¡y en que proporción!- los indecisos que se colocaron en alguna de las situaciones intermedias que, de hecho, se produjeron ideológicamente.
No las menos dramáticas entre estas situaciones fueron las de aquéllos que en lo profundo de sus convicciones pretendieron armonizar y hacer compatibles creencias tenidas por antagónicas a las que, sin embargo, se sentían por igual, en función de personales fidelidades, irresistiblemente abocados. Para algunos, «la Iglesia... era hija de la misma Sinagoga... (y) muchos de los conversos creyeron durante algún tiempo que era posible llevar una vida doble en el campo de la religiosidad. Este fue un error que pagaron caro».
Eloy Benito RuanoDiciembre 2001http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/los-origenes-del-problema-converso--0/html/ffe964ce-82b1-11df-acc7-002185ce6064_29.html#I_3_
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