No creo haber sido el único que tuvo la sensación que Paul Auster refleja en La invención de la soledad (The Invention of Solitude, 1982). Aquella noche, entrada ya la madrugada, sentí lo que había leído al escritor de Newark en la primera parte de su obra autobiográfica, ‘Retrato de un hombre invisible’, y que calificó de reacción muy extraña ante la muerte de su padre: “Siempre había imaginado que la muerte me atontaría, que el dolor me inmovilizaría por completo. Pero cuando por fin ocurrió, no derramé ni una lágrima ni sentí como si el mundo se desmoronara a mi alrededor. En cierto modo, y a pesar de su carácter repentino, parecía asombrosamente preparado para aceptar esta muerte.”
Auster, que llega a definir a su progenitor como “un turista de su propia vida, un outsider perpetuo”, comenzó a escribir esta novela de menos de 200 páginas en 1979, si bien no se publicaría hasta tres años después. Fue su primera obra en prosa de fuste y la dividió en dos partes; la segunda lleva por título ‘El libro de la memoria’.
Si hemos de distinguir entre la soledad impuesta y la elegida, Auster describe de forma magistral una sensación que no nos resulta ajena cuando expresa tener “la sensación de que intento llegar a algún sitio, como si supiera lo que quiero decir; pero cuanto más avanzo, más me doy cuenta de que el camino hacia mi objetivo no existe. Tengo que invertir la ruta a cada paso y eso hace que nunca esté seguro de donde me encuentro. Tengo la impresión de que me muevo en círculos de que vuelvo constantemente atrás, de que voy en varias direcciones a la vez. Incluso cuando consigo avanzar un poco, no estoy seguro de hacerlo en el rumbo correcto. El hecho de que uno vague por el desierto no quiere decir necesariamente que haya una tierra prometida.”
En ese sentido, Auster supone que es imposible entrar en la soledad de otro y que sólo podremos conocer un poco al ser humano en la medida en que él se quiera dar a conocer. Algo, por otra parte, no siempre al alcance de cualquiera.