Por Hogaradas
Mi amigo Ovidio es de esas personas que sabes que existen y que se encuentran por ahí, en algún lugar, una de esas personas geniales con las que esperas tropezarte, pero que a veces cuesta tanto encontrar, o incluso no tienes la suerte de encontar jamás.
Yo tuve la suerte, hace unos cuantos ańos ya, de hacerlo. Nadie fue en busca de nadie, el destino, juguetón una vez más, hizo que yo me cruzara en su camino, porque no eran mis ojos, sino otros, los que él buscaba, pero afortunadamente, también yo fui agraciada con uno de esos guińos con los que comienzan a veces las mejores de las amistades.
Agarrada de su brazo, y como dos enamorados, que lo éramos, aunque de otro modo, recorrí esta ciudad de arriba abajo, descubriéndola en todas sus facetas. Cualquier día era bueno para quedar, bueno qué digo, todos los días eran perfectos para encontrarnos, y todos también puestos ahí, delante de nuestras narices para devorarlos con esa inquietud y esas ganas que nos proporcionaban, por entonces, los ańos, y también nuestro carácter excesivo, virtud que los dos aun seguimos conservando. El “todo o nada”, aplicado a muchas de las facetas de nuestra vida, sobre todo a los sentimientos, porque quien da todo lo que tiene jamás se puede resignar a recibir migajas a cambio.
Fuimos durante unos ańos la pareja inseparable y me atrevería a decir, la pareja perfecta; nos compenetrábamos como nadie, compartiendo locales comunes cuando era preciso, incluso haciendo incursiones en algunos que no nos correspondían, ay, qué bochorno aquel día en el Cristo Ovidio, seguro que lo recuerdas, y llegada la hora, cada uno nos adentrábamos en nuestro universo particular.
Muchos fueron los domingos en los que despertarnos el uno al otro era la cita obligada, todavía sońolientos, sin haber tenido el tiempo suficiente para desprendernos del olor de la noche, con la música retumbando aun en nuestros oídos, y el cuerpo incluso moviéndose a su ritmo; así era como cogíamos el teléfono, pero la actualidad apremiaba, y las últimas novedades, buenas o malas, se merecían un buen madrugón, e incluso en alguna ocasión, también la recuerdo perfectamente, una salida precipitada con la angustia metida en el cuerpo.
Algunos de mis secretos siguen estando a buen recaudo entre sus manos, él lo sabe, ambos lo sabemos, pero en ellas los puse en su día, segura de que jamás, a menos que yo sugiriera lo contrario, saldrían de ellas.
La vida, caprichosa también como suele ser ella, se encargó de separar nuestros caminos durante unos cuantos ańos, en algún momento pensé que demasiados, pero afortunadamente le volvió la cordura, y hace ya unos meses que nos puso de nuevo, a uno al lado del otro, para que también me diera cuenta de que no importa el tiempo que pase, de que da igual los días, los meses, los ańos, porque ni ese tiempo, tan poderoso, ha conseguido que perdiéramos la magia y la complicidad de aquel primer guińo.
Comprobé entonces cuánto había echado de menos a Ovidio durante todo este tiempo, quizás sin saberlo, pero nuestro reencuentro fue suficiente para sentir que en mi vida había faltado alguien, y que ese alguien la haría, a partir de ahora, mucho más plena, más feliz y más hermosa, porque aunque ya tengo otra brazo del que agarrarme, y él también, sin duda el mejor que podía haber encontrado, ambos son diferentes, los dos complementarios, y necesito de uno y de otro para que me acompańen en este paseo diario que es la vida.