Oye, hijo, la doctrina de tu Padre, y aprende a temer a Dios, que es tu verdadero Padre. Considera tus principios si quieres tener buen fin: mira lo que eres, y verás lo que serás: conócete y conocerás a Dios, mírate para mirarlo. Seas el ciego del Evangelio: ¿has de ver mucho? el lodo sobre los ojos. Mira tu naturaleza, que es humana y dice flaqueza y debilidad: hecho de un poco de barro, el cual siempre se quedara barro, si no lo animara el espíritu de Dios.
¿Quieres, hijo, ver tu fortaleza? Pues mira su consistencia. En gracia, la humana naturaleza apenas la conservó unos pocos días, otros dicen pocas horas. Entera y fuerte fue tal que tuvo habilidad de perderse, y sin flaqueza interior, en Adán y Eva, se rindió a un enemigo exterior. ¿Cuál será enferma y mortalmente herida y perdida la que se perdió en salud, fuerte, poderosa y sana? Cayó el hombre con luz en el Paraíso; ¿qué hará y cómo se tendrá en pie entre tantas tinieblas y confusiones en el destierro, si no le ayuda la gracia por la oración, y su luz?
¿Qué es nuestra naturaleza, hijo, sino un vaso de pasiones y miserias, seminario de culpas y de desdichas? Mira al hombre al engendrarse y lo hallarás corrupción. Míralo en la cárcel tenebrosa de su madre y lo verás una viva suciedad. Míralo antes cautivo que libre, primero preso que reo, apenas formado el cuerpo y ya en un calabozo obscuro. Antes conoció las tinieblas que la luz; primero fue monstruo de nuestra naturaleza que parezca su alegría.
¡Pero ay, hijo!, que aun es menos lo que padece en las entrañas de la madre el cuerpo que lo que padece dentro de su cuerpo el alma. Mírala cautiva, no ya de la corrupción y del asco como el cuerpo (que eso fuera tolerable) sino de la misma culpa, criada a original servidumbre, masa condenada y destinada a trabajos sin medida. Comenzar a ser y comenzar a servir, en el hombre, todo es uno. Esclavos fuimos todos del enemigo común, ¿de qué nos desvanecemos? Sólo un Hombre se eximió de esta dura servidumbre, por ser Dios, sola una Mujer, por ser su Madre; todos los demás caímos, todos los demás tributamos sin remedio.
Nace el hombre a padecer y llorar: sale por congojosos conductos de aflicciones, de dolores y de penas, causándolas a su madre, y tal vez la misma muerte. ¿Qué tal es lo que no puede ser vida sino arriesgado, y aun arriesgando a la muerte? ¿Qué tal es lo que tal vez mata a quien le dio vida? ¿Qué tal es lo que antes conoce las lágrimas que la risa? ¿Qué tal es aquello que comenzar a vivir, a llorar y a lamentar, todo es uno? ¿Más si llora a los pies de su madre haber nacido, viendo lo que le espera? ¿Más si llora el cuerpo las innumerables penas, o el alma las innumerables culpas? Finalmente nace el hombre necesitado de todo, y de todos, y crece con la limosna y piedad de sus padres, todo inútil para sí, e inhábil a su remedio.
Entra la piedad de Dios y lo hace suyo con las aguas del bautismo. Quítale la piel del antiguo Adán, y le viste la túnica de la gracia. Hácese hijo adoptivo de Dios por la sangre del Hijo eterno de Dios. ¡Oh, si aquí se acabase su fortuna, y pasase desde la gracia a la gloria, niño santo e inocente! Pero no así, hijo, porque crece a mayor merecimiento, o a más dura contingencia. Ráyale la luz de la razón y al instante le sale al encuentro el apetito, y comúnmente éste, poderoso y eficaz, arrastra aquélla, por estar débil con la primera caída, si no le asiste la gracia. Comiénzanle a nacer con las luces los afectos, y con éstos las pasiones. Crecen éstos y vanse cubriendo aquéllas. Ya cayendo, ya levantando, y muchas veces caído, vive una vida penosa y atribulada. Vive, siendo niño, ignorancia; mozo, riesgo; hombre, cuidados; viejo, embarazo y flaqueza. Vive una vida que suele serle grande socorro la muerte. Éste es el hombre exterior, hijo mío: procura hacerte interior. Vence a la naturaleza con la gracia, con la razón al apetito, con la mortificación al deleite, con la oración al engaño, y con la vida a la muerte.
Juan de Palafox