Te voy a contar algo que puede que te suene, porque es más común de lo que imaginas.
Pablo, con 5 años, no hablaba.
Nada.
Mientras los demás niños corrían y reían, él se quedaba mirando.
Como si el mundo fuera una película en la que no tenía diálogo.
Sus padres intentaban no agobiarse, aunque, en el fondo, algo les decía que aquello no iba bien.
Les repetían una y otra vez: «Cada niño tiene su ritmo, ya hablará».
Pero, claro, es fácil decirlo cuando no eres tú el que lo vive cada día.
Ellos sentían un cosquilleo en el estómago, ese que no se va hasta que haces algo.
Después de noches sin dormir y mil dudas, decidieron que ya era hora de dejar de esperar. Así que vinieron a nuestra clínica.
El primer día, Pablo no hablaba.
Pero observaba.
Después de semanas de trabajo, un día, sin avisar, soltó su primera frase completa.
Para muchos, sería algo normal.
Para su madre, aquello fue un MILAGRO.
Textualmente nos dijo eso, eh.
El silencio dejó de ser su única forma de estar en el mundo.
Desde entonces, las palabras empezaron a salir con más facilidad.
Y sus padres, que al principio no sabían si estaban haciendo lo correcto, empezaron a ver los resultados.
Ver la luz al final del túnel.
Hoy, un año después, Pablo habla con seguridad.
Su profesora lo ha notado, sus amigos también.
Y sus padres… bueno, ahora sonríen con alivio y orgullo.
Porque esa decisión que tomaron, la de no quedarse quietos esperando, cambió todo.
Esto no fue magia.
Fue trabajo, paciencia, y buscar la ayuda adecuada.
Si algo dentro de ti te dice que tu hijo necesita ayuda, no lo ignores.
El peor error que puedes cometer es no hacer nada.
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