Revista Opinión

Pablo, heraldo de Cristo y de la unidad de la Iglesia

Por Beatriz
La 1ra. Epístola a los Corintios fue escrita en Efeso (1 Cor. 16, 8) entre el 55 y el 57 (tal vez en la privamera del 55). Pablo, que no abandonaba nunca a sus neófitos, seguía con ansiedad desde el Asia el desenvolvimiento de la vida cristiana en la comunidad de Corinto. Eran abundantes las noticias que le llegaban a través de sus colaboradores Apolo, Aquila, y Priscila, y por los miembros de la familia de Cloe (1, 11), y por Estéfana, Fortunato y Gayo (16, 17). Además de esto los mismos corintios habían dirigido una misiva pidiendo aclaraciones sobre varios puntos doctrinales y sobre la licitud de algunos usos.
Como se propone resolver esos interrogantes y corregir no pocos abusos introducidos después de haberlos dejado el Apóstol, el escrito carece de unidad rigurosa. Van sucediéndose en él los diferentes temas sobre manera preciosos, ya que describen con abundancia de datos la vida íntima de la comunidad.
Después de un exordio (1, 1-9), San Pablo se detiene a escribir y a reprender a los partidos que habia surgido en la comunidad (1, 10-4, 21). Efectivamente, después de haberse ido él, llegó Apolo (judío helenista convertido) con muy buenas intenciones, haciendo mucho bien entre ellos (Hechos 18, 27). Con su celo y buena oratoria suscitó un vivo entusiasmo que pronto dio origen a una escisión.
Mientras unos permanecían adheridos al Apóstol y a su predicación, otros anteponían el estilo más intelectual de Apolo a la sencillez del primer misionero, dando con ello origen a preferencias personales.
A esos dos grupos de partidarios de Pablo y de Apolo se añadió uno tercero, que es fácil se haya formado con la llegada de algunos cristianos evangelizados por Pedro, ya que tomaron este nombre. Otros, en fin, hastiados ya por las continuas manifestaciones de preferencias en torno al nombre de algunos de los misioneros, se proclamaron del partido de Cristo.
El apóstol Pablo se muestra sorprendido por esta manía de los corintios, que en la práctica no hacía más que destruir la unidad de la Iglesia y perturbar profundamente a la comunidad.
Por eso insiste en afirmar la unidad de la Iglesia, cuya cabeza es Cristo (1, 10-16), y trata de demostrar cómo la belleza y la profundidad del Evangelio no necesitan de la vana sabiduría humana (1, 17-3, 4). Luego invita a que se considere a los misioneros como colaboradores de Cristo, sin perderse en nocivas preferencias en torno a sus nombres (3, 4-4, 13).
Tomado de: Diccionario Bíblico, F. Spadaforahttp://www.historiadelaiglesia.org/feeds/posts/default http://www.oecumene.radiovaticana.org/spa/rssarticoli.asp http://www.aciprensa.com/podcast/evangelio.xml

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