Casi siempre me resulta curioso el uso de un hipocorístico: este, como todas las palabras, suele decir más de lo que muestra, y, a su vez, es difícil hacer que muestre más de lo que dice. Se me ocurre, por ejemplo, que nadie se planteó soltar un «Paco» o un «Paquito» al cabrón pigmeo que murió hace ahora cuarenta y dos años, cometiendo un último crimen en la muerte: robar el recuerdo de una figura fundamental de la literatura rusa y empañarla entre los crímenes de un dictador. El día antes falleció Buenaventura Durruti en el frente madrileño, y, en Alicante, fue fusilado Primo de Rivera, preso en una cárcel alicantina.
Sobre fechas no hay nada escrito, supongo. Elegimos los errores en vida, pero eso de la muerte, ¡bueno!, la muerte ya es suficiente putada para saber a quién le vamos a hacer la puñeta al caer en el hoyo. Franco se la hizo a Tolstói como podría habérsela hecho a cualquiera mejor que un sátrapa y un asesino. Más pena me da otro escritor que comparte hipocorístico con el de Ferrol, y cuya producción literaria se vio empañada por su propio anhelo a navegar en aguas desconocidas. Le ocurrió a Cela, que parecía un gilipollas, como tantos otros, y también a Umbral.
Francisco Umbral intentaba traer el spleen de Baudelaire al Madrid de los ochenta, y esa ingenuidad también la cargó hasta la televisión, con programas menos burdos que los de hoy, pero simples; programas que lo único que pretendían era reírse de La década roja del escritor, y antes poeta, igual que hubieran reído de cualquier otro texto: buscaban lo esperpéntico para la mayoría, aunque esto pudiera haber sido lo deseable en un país de lectores.
Nosotros no teníamos tiempo ni ganas de saber quién era el viejo de las melenas blancas, y por eso le llamábamos «Paco», aún vivo, para que pudiera oírlo, para que supiera que nos importaba tres cojones su Premio Príncipe de Asturias o el Miguel de Cervantes; para que, si lo tomaba por la ligera, él mismo se convirtiese en broma; y si lo tomaba demasiado en serio, el hipocorístico se tornase una herida que sangrara más de lo que conseguiría hacerla remitir.
Umbral fue un tipo inteligente, caminó durante veinte años por esa cuerda, que hubiera sido demasiado fina para los pies de muchos, y salió exitoso. Legó su visión sobre lo que significaba ser lector, y obligó a que cualquiera que soñase con escribir, tuviese que hacerlo bajo las directrices allí marcadas; escribió Mortal y rosa, y, ¡cagüendios!, ¿quién le iba a llamar Paco después de eso?
La primera niñez, la época que perdemos de nuestra vida, de la que nunca sabemos nada, sólo se recupera con el hijo, con él vuelve a vivirse. Gracias al hijo podemos asistir a nuestra propia infancia, a nuestro propio nacimiento y yo miraba aquellos ojos cerrados, aquel llanto rosáceo, y me veía a mí mismo, por fin, en el revés del tiempo. El niño, su debilísimo denuedo, su crueldad rosa, su fe total en la vida, sin pasado ni futuro, presente completo, y cómo se ha ido abriendo paso a través del idioma, cómo ha ido abriendo frondas, tomando palabras, y llega ya hasta mí, venido de la manigua que nos separaba, del bosque de los nombres y las letras, y está ya de este lado, habitante del alfabeto.
Fragmento de Mortal y rosa (Francisco Umbral, 1979)