El pasado día 11 la Comisión presentó a las demás instituciones europeas un documento proponiendo la puesta en marcha de un Pacto Verde Europeo (The European Green Deal) que ha sido recibido como lo que efectivamente es: un texto muy ambicioso, a pesar de su brevedad, que cambia la música y la letra de las políticas ambientales que hasta ahora ha venido manteniendo la Unión, y que se suma al clamor mundial contra la emergencia climática que padece el planeta.
El documento representa, sin lugar a dudas, un avance muy considerable. Reconoce la gran mayoría de los problemas que los científicos y la ciudadanía vienen poniendo sobre la mesa desde hace tiempo ante la pasividad de las autoridades púbicas, de las industrias y de la gran mayoría de las instituciones que controlan el mundo. Incluso hace uso de un término (green deal) que habían propuesto las corrientes que hasta hace muy poco eran descalificadas como radicales o izquierdistas. Y plantea objetivos que, si se consiguieran, permitirían que nuestras economías y sociedades y el planeta en su conjunto entraran en una etapa de mucha mayor seguridad y prosperidad.
Creo, por lo tanto, que hay que saludar como algo muy positivo la publicación de este texto y que habría que ayudar a conseguir que sus propuestas se hagan realidad cuanto antes.
Sin embargo, no puedo ser muy optimista al respecto porque me parece que la declaración de la Comisión no considera aspectos fundamentales que sería necesario tener en cuenta para poder conseguir lo que se propone y que la filosofía que lo mueve no es la que puede impulsar a estas alturas una estrategia de salvación del planeta auténtica y efectiva.
Es significativo, que la nueva presidenta de la Comisión se hubiera dado 100 días para presentar un plan como este y que sólo haya tardado en hacerlo 11. Una muestra, sin duda, de cuáles son su preocupaciones y prioridades, pero también de que se trata de un texto que tiene más de desiderátum improvisado que de estrategia bien diseñada y elaborada con las partes que se supone que serán las responsables de hacer efectivas sus propuestas.
La estrategia que persigue se califica como un "deal", como un contrato o pacto, entre "los ciudadanos en toda su diversidad, las autoridades nacionales, regionales, locales, civiles, la sociedad civil y la industria y las instituciones europeas". Se quiere rememorar así el New Deal del presidente Roosevelt que impulsó la economía y el bienestar social en los Estados Unidos de la postguerra. Pero la Comisión olvida que, a la hora de suscribir un contrato, un pacto, no basta con señalar retóricamente a las partes contratantes de la forma más concreta posible, sino que hay que darles derechos de negociación equiparables. Eso fue lo primero que hizo Roosevelt, obligando a las empresas a negociar con los sindicatos y reconociendo nuevos y más potentes derechos a las clases trabajadoras.
En el documento de la Comisión nada se dice al respecto, y esta carencia no es baladí porque la realidad es que el poder de negociación de esas diferentes partes llamadas supuestamente a pactar o contratar es extraordinariamente desigual en Europa. Si de verdad se quiere que una estrategia como la que se propone sea un "pacto" que, como también dice el documento, sea inclusiva y avance hacia la justicia social (es decir, que suponga un nuevo reparto de los recursos, los ingresos y la riqueza), lo primero que debería de hacerse es lo que no menciona el documento: reforzar la democracia en Europa, revertir la progresiva pérdida de derechos laborales y sociales que la propia Comisión Europea ha impulsado, dar poder efectivo a las instituciones representativas, empezando por el parlamento y, en definitiva, conseguir que la Unión Europea sea una democracia efectiva y sus ciudadanos unos auténticos sujetos de derechos, con una capacidad de decisión semejante a la que hoy día tienen las grandes corporaciones y los grupos de interés. Si no se avanza en esa dirección, el llamado Pacto Verde simplemente terminará siendo una gran negocio más que profundizará los desequilibrios que hasta ahora ha provocado el desigual reparto del poder de decisión en la Unión Europea.
Por otra parte, y aunque el documento propone objetivos que representan un cambio sustancial en las políticas europeas, tal y como he apuntado antes, la realidad es que basa su consecución en una estrategia que es justamente la que ha provocado los problemas que tenemos. Me refiero a que la propia Comisión concibe el Pacto Verde como "una estrategia de crecimiento" sin tener en cuenta que el crecimiento ("un dios cruel que exige sacrificio humanos", como decía Roger Garaudy) es el propio causante de los problemas ambientales en los que estamos.
Es cierto que la Comisión dice que se trata de "una nueva estrategia de crecimiento" pero esa novedad se plantea en unos términos que son un auténtico oxímoron y una pura fantasía. Se pretende, dice el documento, "desacoplar el crecimiento del uso de los recursos", algo que es sencillamente contradictorio, y simplemente evitando que en 2050 haya emisiones "netas" de gases de efecto invernadero.
La estrategia de la Comisión se orienta, por tanto, hacia el proceso que crea los problemas que quiere resolver. Desgraciadamente, ya no basta sólo con lograr que el Producto Interior Bruto crezca generando algo menos de residuos y con un daño ambiental más limitado. En la situación a la que hemos llegado es preciso poner en marcha políticas capaces de satisfacer necesidades frenando la expansión del capital porque ésta es intrínsecamente lesiva para el planeta y para los seres humanos; es decir, incluso haciendo que disminuya el PIB y utilizando otros indicadores que reflejen adecuadamente la naturaleza real de los problemas que se deben resolver. Pero el documento de la Comisión no avanza nada en este sentido.
El documento tampoco tiene en cuenta otra cuestión fundamental. Habla de lograr inclusión, de transición justa, de bienestar... pero no dice nada de mejorar los desequilibrios, las desigualdades y la falta de autonomía efectiva de las personas y los territorios para poder elegir y tomar decisiones. Los términos desigualdad o desequilibrio ni siquiera aparecen en el texto y lo cierto es que, tal y como está diseñada la unión monetaria, poner en marcha una estrategia verde basada en la expansión del capital a través de las inversiones sólo puede provocar que aumenten la desigualdad y el desequilibrio personal y territorial que se ha venido produciendo desde que empezó a funcionar.
Para que eso no sucediera tendrían que modificarse estructuras, procedimientos y políticas e incluso instituciones que están concebidas justamente para producir asimetrías, en lugar de para evitarlas. La Comisión habla de movilizar recursos millonarios pero el presupuesto comunitario es ínfimo y los diferentes estados tienen las manos atadas por los estúpidos criterios de estabilidad que se han venido imponiendo.
Y es que la financiación de políticas como las que ahora propone la Comisión es otra de las grandes fallas que tiene su estrategia de Pacto Verde.
Un plan de inversiones que abordase todos los cambios que es preciso realizar (aceptemos que simplemente los mismos que plantea la Comisión) necesitaría una financiación extraordinaria, tal y como en el documento se reconoce. Pero este último simplemente propone recurrir al Banco Europeo de Inversiones y a la iniciativa privada. Una quimera. Sin recurrir al Banco Central Europeo (lo que resulta imposible con su actual estatuto) y sin una reforma muy a fondo de la banca europea y de los reguladores financieros, será inevitable que el Pacto Verde o resulte infrafinanciado o que su puesta en marcha se produzca de modo muy desigual, generando un incremento brutal de la deuda, tanto pública como privada, o a costa de grandes recortes en otros programas públicos, como seguramente los destinados al bienestar social.
Se permitió que el Banco Central rescatase a los bancos pero no se quiso hacer lo mismo con las personas y tampoco parece que ahora se esté dispuesto a permitir que lo haga con el planeta.
En cuanto a la política presupuestaria, no basta con crear algún que otro impuesto finalista, como apunta la propuesta de la Comisión para financiar la estrategia verde, sino que sería imprescindible una reforma fiscal integral que revolucione también todo el sistema de generación y aplicación de los recursos públicos.
Si no se está dispuesto a permitir que la Unión Europea tenga una auténtica hacienda comunitaria y un verdadero presupuesto o a que los estados miembros puedan acceder a la financiación del banco central para poner en marcha planes de inversión a largo plazo será imposible que una estrategia como la del Pacto Verde disponga de recursos para conseguir lo que dice proponerse.
La ambición del documento a la hora de proponer nuevas formas de consumo, de producción alimentaria o distribución de recursos es encomiable, pero también resulta francamente ilusoria si al mismo tiempo que se plantea no se abordan transformaciones sustanciales de la política agraria europea, de los regímenes de competencia o de las grandes cadenas de valor añadido; o si no se pone en marcha un proceso que revierta la desindustrialización y despoblación que las propias políticas europeas han provocado en tantos territorios.
En definitiva, es cierto que el Pacto Verde Europeo representa el reconocimiento de que hay una situación en el planeta que requiere medidas de urgencia, radicalmente distintas a las que se viene aplicando (visto así, es el reconocimiento del fracaso de las políticas que hasta ahora se han aplicado en Europa y en el mundo) y que deben afectar a todos los ámbitos de la vida social y no sólo de los procesos productivos.
Esta música es bienvenida y es de agradecer que la Comisión Europea se haya adelantado a otros gobiernos, no sólo en el tiempo sino en la profundidad de sus compromisos. Pero otra cosa es que eso sea suficiente o que la letra esté bien planteada. El llamado Pacto Verde Europeo no será un verdadero contrato sino una trampa mientras sigan dándose las actuales condiciones de asimetría en el poder de negociación de las partes; no resolverá los problemas de fondo si se concibe como una variante de las estrategias tradicionales de crecimiento del PIB; no será más que un plan de inversiones (por muy innovador que resulte) que profundizará en los desequilibrios mientras se mantenga el diseño actual de la zona euro y si no viene acompañado de transformaciones estructurales profundas que de momento no se contemplan; no podrá contar con recursos suficientes sin una reforma fiscal y presupuestaria global a escala europea, sin el concurso del Banco Central Europeo y sin una modificación del sistema financiero.
La Comisión Europea ha sido la que ha puesto en marcha las políticas que han dañado al medio ambiente y al bienestar social en las últimas décadas. Como institución tiene, por tanto, una grave responsabilidad y un gran déficit de credibilidad. Ahora empieza un nuevo liderazgo y el tiempo nos dirá si vuelve a las andadas o impulsa las reformas que son tan necesarias.