Editorial Alba. 284 páginas. 1ª edición de 1862; esta de 2015.
Traducción y notas de Joaquín Fernández-Valdés Roig-Gironella.
De los grandes escritores rusos del siglo XIX, hasta ahora había leído
a Fiódor Dostoyeski, Lev N. Tolstói y Antón P. Chéjov. Sus libros nunca me han defraudado y sabía que
tenía pendiente acercarme (entre otros) a Iván
S. Turguénev (Orel, Rusia, 1818-Bougival, Francia, 1883). Hace años tuve en
casa un ejemplar de Padres e hijos. Lo compré de segunda mano, por muy poco dinero,
y lo cierto es que desde el principio no me fié demasiado de aquel libro.
Empecé a sospechar que la traducción no estaba hecha directamente del ruso,
sino de su versión francesa (algo que ocurría, de forma frecuente en España,
con la literatura rusa durante la primera mitad del siglo XX) y acabé
deshaciéndome de él en otra librería de segunda mano.
Suelo estar atento al mercado de novedades editoriales, entre otras
cosas porque una de mis aficiones favoritas es visitar librerías, y cada día me
gusta más lo que publica la editorial
Alba. Así que, cuando en 2015 esta editorial sacó una nueva traducción de Padres e hijos, lo anoté mentalmente. A
principios de este verano escribí a Alba para solicitarle el libro, con la
intención de comentarlo en la revista Eñe y en mi blog. Ellos, muy amablemente,
me lo enviaron. Tengo en casa otros libros de Alba sin leer, que he comprado en
los últimos años, pero cuando solicito un libro a una editorial y me lo mandan,
trato de priorizar su lectura.
Padres e hijos fue la cuarta
novela que publicó Turguénev, un escritor reconocido por la crítica y el
público desde su primera obra: Relatos de un cazador.
En la introducción que escribe el traductor, Joaquín Fernández-Valdés, se nos pone al corriente del escándalo
que supuso en Rusia la publicación de este libro sobre conflictos generacionales.
La juventud se enfureció contra Turguénev, porque veían en Bazárov (el
protagonista de la novela) una caricatura de ellos mismos; los conservadores,
sin embargo, entendían que Bazárov era una peligrosa idealización del joven
revolucionario.
En un viaje en tren, Turguénev conoció a un joven médico de
provincias. Le impactó su personalidad, que encarnaba, según la mirada del
escritor, a un nuevo prototipo de hombre que estaba surgiendo en Rusia. En este
joven médico se basó para crear a Bazárov, su personaje más recordado.
La acción de Padres e hijos
se sitúa en 1859. El joven Arkadi regresa a su provincia natal, después de
haberse licenciado en la universidad de San Petersburgo. Su padre Nikolái
Kirsánov le espera, en el camino, con los brazos abiertos. Arkadi regresa a su
casa con un amigo de la universidad llamado Bazárov, que vuelve también a su hacienda
familiar, y al que Arkadi ha invitado a pasar unas semanas con su familia antes
de que él se reúna con la suya.
En el encuentro inicial entre estos tres personajes (un padre, un hijo
y el amigo del hijo), Turguénev empieza ya a hacer uso de la ironía para
hablarnos de los choques generacionales. Por ejemplo, en la primera página de
la novela se nos presenta al padre, Nikolái, que espera a su hijo en el camino.
Se nos dice que es «un señor de algo más de cuarenta años que salía sin
sombrero, enfundado en un abrigo lleno de polvo y pantalones a cuadros». Me parece
significativo ese «abrigo lleno de polvo», como si se describiera un mueble
viejo de la casa, para presentar al padre.
Poco después se describe a Piotr (uno de los criados de la familia)
del siguiente modo: «El criado, en el que todo revelaba que se trataba de una
persona de la novísima y perfeccionada generación –el pendiente color turquesa
en la oreja, el cabello abigarrado y untado de grasa, los movimientos corteses;
en una palabra: todo–, echó una mirada condescendiente al camino». Esos
términos, «novísima y perfeccionada generación», cuando en realidad Piotr es un
personaje que mostrará, en más de un momento de la novela, síntomas de
indolencia y falta de resolución, no dejan de ser irónicos.
La primera vez que Bazárov habla en la novela, para presentarse al
padre de su amigo, se nos dice que lo hace «con voz apática».
En la casa de su amigo, Bazárov termina discutiendo con Pável
Petróvich, el hermano mayor de Nikolái Kirsánov y, por tanto, tío de Arkadi, un
militar retirado y con fama de seductor en su juventud. Su defensa de los
viejos valores rusos chocará con su joven invitado Bazárov, que se declara nihilista. El término no lo inventó
Turguénev –leemos en el prólogo de Fernández-Valdés–, pero su uso se popularizó
en Rusia a partir de la publicación de esta novela.
En la página 46, Arkadi explica a su padre y a su tío que Bazárov es
un nihilista: «Todo lo valora desde un punto de vista crítico»; y «Un nihilista
es una persona que no se doblega ante ninguna autoridad, que no acepta ningún
principio como un dogma de fe, por mucho respeto que este principio infunda a
su alrededor».
Al principio comentaba que Padres
e hijos provocó una fuerte polémica en Rusia al enfrentar los puntos de
vista de dos generaciones. Debemos tener en cuenta también el momento histórico
en que esta novela apareció: el libro se publicó en 1862. En 1861 se había decretado
la abolición de la servidumbre en Rusia. Tanto los padres de Arkadi como los de
Bazárov son terratenientes y tienen siervos trabajando para ellos, en trámites
de ser liberados (algunos terratenientes –la novela transcurre en 1859– no
esperaron a 1861 para iniciar este proceso). Sin embargo, estos padres no
parecen añorar el pasado de servidumbre de los campesinos (Turguénev siempre se
mostró crítico con el sistema de servidumbre).
Nikolái, el padre de Arkadi, se siente decepcionado porque su hijo ha vuelto
a la hacienda familiar con su amigo, que ejerce sobre él una gran influencia y
le separa de él. Se lamenta así ante su hermano: «Hay algo que no acierto a
comprender. Creo que he hecho todo lo posible para no quedarme rezagado de mi
tiempo: he arreglado la situación de los campesinos y he montado una granja:
¡en la provincia hasta me llamaron «rojo» por ello! Leo, estudio y me esfuerzo
en ponerme a la altura de las exigencias actuales. Y ellos dicen que mi tiempo
ya ha pasado» (págs. 75-76).
Nikolái es uno de los personajes más simpáticos de la novela. Un padre
que sufre porque se siente alejado de su hijo, y del que el amigo de su hijo se
burla porque le gusta la música o la literatura. Bazárov, como nihilista, no
siente interés ni por el arte, ni por la belleza de los paisajes, ni por el
amor. Además, en la novela da varias muestras de misoginia. Aprecia la belleza
de las mujeres y, aunque no queda del todo claro (al fin y al cabo esta es una
novela del siglo XIX y el autor no puede ser demasiado explícito), se insinúa
que no le importa mantener relaciones sexuales con ellas, aunque rechaza el
matrimonio y el romanticismo. Bazárov es un empirista, un aprendiz de médico,
que antes de empezar a ejercer su profesión ya afirma descreer de ella (si esta
novela se hubiera escrito en los años 90 del siglo XX, Bazárov habría sido un
miembro de la Generación X).
Turguénev tiene una mirada ambigua sobre su personaje: por un lado
parece otorgarle algunos rasgos positivos, por ejemplo el rechazo de los
convencionalismos sociales del antiguo régimen, o el hecho de sentirse cómodo
conversando con los siervos a pesar de pertenecer a la clase de los señores.
También es un hombre de acción y no un holgazán (un personaje clásico de la
literatura rusa del siglo XIX) y cree en la modernización de Rusia por medio de
la ciencia. Pero también presenta rasgos negativos: es brusco, insolente,
inspira miedo incluso a sus propios padres (que aparecen como personajes
entrañables, al igual que el padre de Arkadi) y no disimula su desprecio hacia
las mujeres. Por eso, cuando se enamora no sabe cómo reaccionar, dolido en su
amor propio por mostrarse débil y caer en el romanticismo que tanto desdeñaba.
Al igual que ocurre en la literatura francesa del siglo XIX (de la que
se habla en esta novela, en la que se define el carácter de los personajes en
función de su afición a leer o no novelas francesas), el narrador interviene en
el texto con comentarios como este: «El señor suspiró y se sentó en un
banquito. Aprovechemos para presentárselo al lector ahora que está sentado, con
las piernas recogidas, mirando pensativamente a su alrededor» (pág. 17). Sin
embargo, me ha parecido que en esta novela los comentarios del autor son menos
intrusivos que los de las últimas novelas francesas del XIX que he leído (Rojo
y negro, de Stendhal, y Las
ilusiones perdidas de Balzac).
De hecho, en este caso el narrador se permite, con tono irónico, no ser siempre
omnisciente: «Los dos creían decir la verdad. Pero ¿decían sus palabras la
verdad, toda la verdad? Ni ellos mismos lo sabían, y el autor aún menos» (pág.
245).
Como es tradicional en Alba, la traducción de Joaquín Fernández-Valdés
me ha parecido estupenda. Observo que Turguénev, como ocurre en muchas de las
obras fundamentales del siglo XIX, no se empeña en usar un lenguaje especialmente
metafórico o adjetivado. La belleza del texto se basa en la armonía con la que
se componen las escenas mostradas. Es decir, en muchos casos el autor detiene
su mirada en descripciones de la naturaleza, mostrando sus conocimientos sobre
árboles y pájaros (algo que Bazárov habría censurado). Asimismo, Padres e hijos es un prodigio en el
tratamiento de los personajes: éstos entran y salen de las escenas con mucha
soltura, y su personalidad está muy bien definida. Creo que lo mejor del siglo
XIX ruso está condensado en esta novela de Turguénev, del que pienso leer más
libros.
El gran Vladímir Nabókov
escribió sobre este libro: «No es solo la mejor novela de Turguénev, sino una de
las obras más brillantes del siglo XIX». Poco más se puede añadir.