-Un té, por favor - contestó el señor Young.
-Fíjese, si se ha convertido en un auténtico nativo -comentó la hermana Mary alegremente al salir a trajinar por algún sitio.
El señor Young, a solas con su mujer dormida y dos bebés dormidos, se dejó caer en una silla. Seguro, tenía que ser de tanto arrodillarse y de levantarse tan pronto y demás. Eran buenas personas, sin duda, pero no estaban en su sano juicio. Una vez vio una película de Ken Russell. Iba de monjas. Y no le parecía que estuviera en marcha nada de aquello, pero cuando el río suena...
Suspiró.
Fue entonces cuando el Bebé A se despertó y se puso a llorar de lo lindo.
Hacía muchos años que el señor Young no tenía que hacer callar a un bebé llorón. Además, nunca se le había dado bien. Siempre había respetado a Sir Winston Churchill, y darle palmaditas en el trasero a pequeñas versiones suyas siempre le parecía descortés.
-Bienvenido al mundo - saludó cansinamente-. Se acostumbra uno enseguida.
El bebé cerró la boca y le fulminó con la mirada como si fuera un general recalcitrante.
La hermana Mary eligió aquel momento para entrar con el té. Satánica o no, había dado con una bandeja y había sacado unas pastas glaseadas, de esas que sólo se encuentran al fondo de algunos surtidos. La que cogió el señor Young era del mismo rosa que un aparato ortopédico, y tenía un muñeco de nieve de cobertura blanca.
-Éstas no las tomará usted normalmente, ¿verdad? -preguntó ella-. Son el tipo de galletas, como dirían ustedes, que nosotros llamamos pastas.
El señor Young abrió la boca para explicar que sí, él también, y todos los de Luton también, cuando irrumpió en la sala otra monja, jadeando.
Miró a la hermana Mary, comprendió que el señor Young jamás había visto el interior de un pentagrama y se dedicó a señalas al Bebé A y a guiñar el ojo.
La hermana Mary asintió con un gesto y le devolvió el guiño.