VI
Caminó hasta agotarse.
Desde la atalaya donde había enterrado al mono, en vez de regresar a la ciudad tomó el camino que circundaba la bahía y dibujaba una cicatriz junto a la costa. Siempre con el mar a su izquierda, como una promesa, se lavó manos y rostro en los pozos del viento. El frío limpió sus rutinas. Incluso se esforzó por mirar a los ojos de quienes se cruzaban en su camino, aunque los paseantes rehuían el contacto.
Tras cubrir los quilómetros de senda asfaltada y ascender la joroba de la última colina, antes de llegar al gran bosque de eucaliptos y a la pequeña cala que marcaba el final del camino, contempló el pecio anclado como un objeto venido de un mundo extinto, la quilla que apuntaba al cielo con absurda constancia.