Todos los alumnos estaban sentados en el sofá. Mi padre hablaba con voz calmada, mucho más calmada que la de los días anteriores. Pensé que las cosas iban mejor.-Hemos de ser fuertes. Me ha dicho el abogado que entregando la masía podemos seguir con nuestro negocio en Barcelona y no nos perseguirán allí.-¿La masía? ¡No, Dios mío! –Mi padre se levantó de golpe-. ¿Por qué tiene que pasarnos esto a nosotros? ¿Por qué?-No creo que haya un porqué. –Raimon fumaba en pipa y dejó ir unas bolas de humo pensativo.-La masía no es de vuestra propiedad. Solo la hipoteca que constituisteis sobre ella para la tienda. Pero no podéis disponer de la casa así como así –respondió la abuela sirviéndose un poco de té de la tetera.-Yo solo quería pasar un verano feliz, como los demás. No pido tanto – siguió sollozando mi madre, mientras moraba de reojo a la abuela.-Yo solo quería disfrutar de la casa que me tocó en herencia. Así que lo que queríamos no cuenta mucho aquí. – Virginia se acercó la taza de té a los labios.-Lo siento, mamá. Es la única solución – repuso mi padre mirándose los nudillos.-¿Y cómo viviremos? –volvió a preguntar mi madre.-Como vive la mitad de la gente de este planeta: con la mitad de ingresos, reduciendo los gastos y lujos innecesarios. Punto –Virgini respondió con una voz firme y contundente.-Yo solo pido seguir como estábamos. No me gustan los cambios. Y lo sabes, Raimon. Lo sabes –dijo mi madre, y se puso a temblar. Olga le pasó una rebeca por encima de los hombros.
Una mañana de agosto, con los rayos de sol colándose por las ventanas, mi madre recogía las cortinas, la vajilla comprada en Pollensa, la figura de Lladró de la granjera con la oveja y las banderas de plata mientras Virginia escuchaba la radio francesa. Àlex y yo desayunábamos pan con tomate y jamón serrano y un poco de queso manchego, sentados en la mesita que habíamos habilitado en la cocina.