La cabaña tenía ventanas. La razón por la que no las había visto era porque se traataba de ventanucos estrechos en todas las paredes salvo en la que estaba en la puerta. Pero dejaban entrar luz suficiente y era posible ver a cualquiera que se aproximara desde todas las direcciones. Saeteras. Incluso al dar los tres pasos de un extremo al otro de la cabala y sentir que toda la construcción temblaba como la mesa de un café francés, mi conclusión no varió: la cabaña era perfecta.
Miré alrededor y recordé las primeras palabras de mi abuelo cuando llevó la maleta de su nieto de diez años a casa y abrió la puerta: "Mi casa es tu casa." Y yo, aunque no entendí ni una palabra, supe lo que había querido decir.
-¿Quieres un café antes de volver? -pregunté con la mejor de mis sonrisas, y abrí la puerta del horno de leña. Una ceniza gris y fina voló hacia el exterior.-Tengo diez años -dijo Knut-. No bebo café. Necesitas leña. Y agua.
-Ya lo veo. ¿Una rebanada de pan?
-¿Tienes hacha? ¿Cuchillo?
Le miré en silencia. Puso los ojos en blanco a modo de respuesta. Un cazador sin cuchillo.
-Te presto este de momento - dijo Knut. Se llevó la mano a la espalda y sacó un cuchillo enorme de hoja ancha y mango amarillo de madera.