Cuentos de Páginas Amargas
No, sus miradas no llegaron a cruzarse. Por más que ella le buscara con la mirada incesante de sus ojos castaños. Los de él, impasibles y sin movimiento no coincidieron con los de ella. En su condición de mujer desdeñada, ella no dejaba de sentirse inútil. Aún así, no se rendía ante la desilusión. Lentamente removió el guante de la mano derecha y dejó deslizar sus dedos por su rizada caballera de ébano. Sus suaves dedos se enredaban con cada cabello, acariciándolos y acomodándolos sobre su frente. Ella no dejaba de mirarle fijamente teniendo a la ventana como cómplice. Miraba a la puerta como quien fija su mirada en un objeto pretendiendo que no lo ve, aparentando tener la imaginación puesta en un lugar distinto, lejos, muy lejos. Como cuando se iba su mente remotamente al hacer inventario de los pensamientos. Pero estaba allí, de pie con una postura erguida y presuntuosa. Puesta allí, en medio de tantos colores y tantos olores que limitaban su propósito, su querer de ver, su querer de ser. Miraba hacia la puerta con ojos grandes y abiertos, con mirada sedienta de placer. Y es que la puerta era él, su imagen reflejada en la ventana le hacía compañía durante la trayectoria. Le observaba su cabellera castaña de cuidadas ondulaciones con una emoción grande y palpitándole el pecho de tal modo que le podía sentir y oír muy fácilmente.
En un intento mayor por convertir su propósito en verdad, se acercó más hacia su asiento, sin poder lograrlo por tantos colores y olores. Más bien quedó impávida, inmovible. Sus ojos cada vez más abiertos, buscando en el reflejo a su compañero que había perdido al intentar acercarse más a él. Su cara tersa se hacía más recia, haciendo su mirada tosca y quedando en una posición pasmosa. Entonces pensó en su razón. ¡Su silueta! Su silueta que quedó atascada entre los colores y los olores de una realidad que le era cada vez más pesada e insoportable. La silueta, ¡su silueta! Esa que le traicionaba y que sus ojos tanto desdeñaban. Su silueta le pesaba, le impedía realizarse, y ella lo sabía aunque prefiriera no saberlo.
El sonido de la alerta anunciaba la llegada a su parada en la estación local. Las puertas se abrieron y ella sin mirar a los lados se bajó del vagón como quien más, dejándolo a él atrás. Como si nada hubiera pasado, como si no hubiera estado allí. Siguió caminando hacia la izquierda. Pudo haber seguido hacia la derecha como le correspondía para llegar a su destino. ¡Pero no!, siguió por la izquierda. Y era que la costumbre de su mirada caprichosa no podía dejar pasar la oportunidad de querer ser deseada, aunque queriendo sin poder lograrlo antes. Apresuró el paso para alcanzarle hasta colocarse al lado del él. El de largos cabellos negros y de encantadora colonia matutina. Así era Lucía, quien de un querer hacía un sentimiento, y de una historia cotidiana convertía un cuento que terminaba en páginas amargas.
(c) Angel Esteban 2009