Ese suceso generó en mí dos pasiones a partir de ese momento que me acompañaron muchos años. La primera fue convertirme en una prensadora de flores sin freno. Empecé a querer guardar los campos en mis libros. Recoger, recoger, recoger... y aprender las mejores técnicas para que no cambiaran demasiado su color, para que quedaran casi perfectas una vez perdida su frescura. Entre periódicos y bajo todos los diccionarios y enciclopedias de la casa guardaba yo mis tesoros. Sin tocarlos. Esperando el tiempo preciso para desmontar la construcción y descubrir el resultado. Luego repartía las flores en mis libros. Aún hoy, esas páginas de entonces, esconden los campos que en su día fueron mi escenario.
Por otro lado, empecé a utilizar, de la misma manera que las flores, elementos de lo más personales convirtiéndolos en marcapáginas. Fotos, postales, publicidad, etiquetas de mis prendas de ropa... Marcadores para recordarme dónde dejaba mi lectura y que normalmente en finalizarla quedaban entre sus páginas. ¿Por qué? Porque eran o se convertían en su propiedad. Esa tradición, o esa rutina lectora, hizo que cada libro fuera un pequeño diario. Ahora puedo abrirlos y encontrar la etiqueta de mi bañador preferido, entradas a parques nacionales, tarjetas de visita o alguna que otra postal. Quedan ahí para recuperar el momento mientras el cual viví esa historia concreta.
Ya no prenso flores, ni guardo recuerdos entre las páginas de los libros. Ahora leo con un lápiz a mano y necesito un punto de libro que me sirva para subrayar con precisión. Es cierto que en mis lecturas poéticas queda mi nota de color en la primera página con mis “escogidos”, una lista de páginas, de momentos álgidos de mi paso por ellos. Y aunque pueda utilizar postales o fotografías entre páginas durante la lectura, ya no tengo por costumbre que queden ahí. Pensé en la importancia del punto de libro para los buenos lectores. Para los que este no se escoge al azar, nunca. Cómo los primeros fueron hilitos de seda en los tomos religiosos y después, en los períodos de entre guerras (I y II Guerra Mundial), empezaron a usarse elementos publicitarios. Me dije que sería un buen regalo para los miembros del club. Bordar para ellos marcadores personalizados que detuvieran su lectura hasta la vuelta a las páginas. Convirtiéndolo así en una buena guinda al pastel en terminar el curso. Escogí las pegatinas de La Barbuda Shop para ilustrar sus postales y luego bordé sus nombres con hilos DMC. Para detener sus historias con recuerdos, como hacia yo antaño. Para trasladarles un poco de esa nostalgia y agradecerles las horas, la ilusión, sus síes constantes y las sonrisas ofrecidas. Han sido lo mejor del curso, sin dudar, y ahora tienen su marcapáginas para no olvidarlo.