Revista Cine

Paisaje del interior de mi cabeza: Un ángel en mi mesa

Publicado el 26 mayo 2013 por Esbilla

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En 1951 la literatura le salvó la vida a Janet Frame. No es una manera de hablar. Interna en el sanatorio de Seacliff (extraño nombre literario: «Acantilado del mar») en Dunedin, Nueva Zelanda, desde hacía casi ocho años y habiendo sido sometida a rondas de electroshocks en un número no menor a doscientos, su diagnosticada esquizofrenia incurable estaba a punto de ser sometida al proceso de lobotomización. Meses antes su primer libro de relatos, La laguna, había sido publicado. Un día antes de la intervención, firmada por su madre en vista de la médicamente declarada incapacidad de la escritora, le fue concedido el galardón literario más prestigioso del país en aquel momento, el Hubert Church Memorial Award. Uno de los médicos leyó aquella mañana en el periódico el nombre de la paciente. Decidió que era mejor que se quedara como estaba. Meses después abandono el hospital. Años más tarde, durante una estancia becada en Londres y sumida de nuevo en un periodo de desorientación, Frame regresó voluntariamente, como había hecho durante su juventud, al psiquiátrico. Allí el doctor Alan Miller determinó que, en realidad, nunca había padecido esquizofrenia y que partes de las secuelas que arrastraba eran producto de los tratamientos habituales de la medicina psiquiátrica de los 50. Su decisión fue desviarla hacía el psicoanálisis y potenciar la introspección con base en su enorme talento literario. Nunca más regresó a ningún manicomio.

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Pese a lo que pueda parecer una vez leído lo arriba contado Un ángel en mi mesa, título extraído del segundo volumen de memorias de Janet Frame (siendo el primero To the Island y el tercero Envoy of the Mirror City, denominándose así los tres segmentos en los cuales se divide la película) no es ninguna diatriba contra las calamidades del sistema hospitalario, ni ningún Alguien voló sobre el nido del cuco. En realidad, ni siquiera es la parte con mayor peso del film ni aquella en la cual se focaliza ningún tipo de discurso; es sencillamente otro momento en la vida de una mujer, narrado con la misma mezcla de extrañamiento, naturalidad y raro onirismo que en muchos aspectos resulta distintivo de la poética del cine neozelandes. Ajeno todo, y por igual, a la afectación, el melodrama o las vidas de santos en las que suele caer, casi por sistema, el biopic.

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   Nacido como una miniserie para la televisión neozelandesa, su riqueza estética y su calidad general persuadieron a sus responsables de la oportunidad de reconvertirla en un film, condensando lo narrado en 158 minutos. Paradójicamente esta desmesurada duración resulta el mayor problema de Un ángel en mi mesacomo largometraje que se ve afectado por culpa de un interés desigual y declinante en la calidad de los tres segmentos, cada uno correspondiente, como ha quedado dicho, a una de las entregas de la autobiografía de la autora. Abarcando así, infancia-juventud-madurez, aunque no de modo exclusivo sino perfectamente interrelacionado, no mediante flashbacks ni recurriendo a alambicados artefactos narrativos sino mediante un simbolismo (el coro de las hermanas en la playa, mostrado cuando dos de ellas ya han muerto ahogadas) que retrotrae constantemente a personaje y espectador.

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La parte de la infancia resulta particularmente hipnótica, pese a que, en apariencia, no cuenta nada especialmente reseñable, sino que recoge pequeños momentos misteriosamente significativos, bellamente evocadores. De igual manera, sienta las bases del gran hallazgo de la cinta: su tratamiento cromático de índole simbolista con la presencia, en distintas gradaciones dependiendo del estado de ánimo del personaje central —saturados para los recuerdos infantiles; fríos para las estancias en el manicomio; cálidos para el viaje por Europa; naturales para el regreso a casa—, del verde, el rojo, el azul, el marrón y el amarillo.

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Esta muy hermosa y muy significativa particularidad, junta al enormemente trabajado empleo del paisaje, o más bien de cómo se encuadra el paisaje y se repiten estos encuadres: por ejemplo, Janet regresando a casa recortada contra una escarpada cuesta de hierba, primero con su hermana, luego ya sola, o el ataque de angustia durante la visita del inspector escolar resuelto con un plano que muestra al personaje encarado con un encerado, de modo análogo a cómo lo estuvo de niña tras repartir unos chicles en su clase. De tal modo, se certifica la extremada elaboración formal con la que Jane Campion emprendió el proyecto, ya muy despegado del sórdido feísmo de Sweetie, también la historia de una mujer, también la historia de una familia, su primera incursión al largo fechado en 1989 tras acumular experiencia entre cortometrajes y televisión. A ello hay que añadir la excelente dirección de actores, especialmente las «tres» Janet Frame en la gran pantalla, esto es, Karen Fergusson, Alexia Keogh y una extraordinaria Kerry Fox capaz de traducir, desde una economía expresiva remarcable, el opaco, inextricable, mundo de la biografiada. Esta decisión objetivista, alejada de nuevo de los tópicos sobre artistas malditos, reales o figurados, es otro de los triunfos de un trabajo que con sus múltiples imperfecciones (acumuladas todas durante su último tercio, a decir verdad, y quizás parcialmente producto de comprimir el metraje original, el cual desconozco) resulta ser la mejor cinta de su realizadora, pronto en las garras del esteticismo con su exitosa El piano (1993) y nunca como aquí tan conectada al cine de su propio país, o mejor dicho al cine blanco neozelandés, profundamente trastornado por la sensación de luchar contra la propia tierra, neurótico y alucinado, escindido entre el victorianismo de origen y la salvaje sensualidad, telúrica, del entorno.

 

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  Una sola imagen, prácticamente la que inaugura el film explica, de un modo telúrico, la personalidad literaria y vital de la escritora, y las intenciones (nada pactistas) del film de Campion, organizadas en torno al motivo central del pelo rojo y crespo, como una cerilla perpetuamente incandescente de Janet Frame: un niña gordita camina decidida por un estrecho sendero pedregoso que divide un enorme prado en dos. Allí en medio se queda quieta, vestida con un vestido también verde, sobre su cabeza, un cielo azul y un horizonte vertiginoso de colinas. No es de extrañar que esta poderosa imagen fuera escogida como uno de los carteles del film, en el que aparece reflejado, por un lado la soledad, el aislamiento, la infancia y la naturaleza, y por otro una perturbadora extrañeza, mixtura de rara perfección e incómodo desequilibrio. Todo es mundano, algo es extraordinario.•

Publicada originalmente en Cinearchivo


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