Revista Sociedad
Partiendo de la base de que el protagonista principal de todos los films de Werner Herzog, aun —y sobre todo— los documentales, es siempre el propio Herzog, no extraña mucho que la lectura de La soufrière sea algo así como yo, Werner Herzog, denuncio que los negros de la isla de Guadalupe están fatal de lo suyo, ¡antes de que yo denunciase este hecho nadie antes lo hubiera siquiera imaginado!... En fin. Herzog arriesgó el pellejo para filmar un pequeño fin del mundo desde dentro y en directo y al final el volcán se hizo el melindroso y le dio por no estallar. Putada grande. Conque Herzog tuvo que redirigir el discurso rápidamente, aprovechando de paso la coyuntura para hacer de su documental cataclísmico otra pieza angular de su particular museo del fracaso y de lo inútil. En realidad nada de esto importa demasiado, porque la fuerza de sus imágenes dice mucho más, imponiéndose sobre la voz narradora del mismo Herzog. Ahora que ya nadie habla del Fukushima feroz, ni por lo visto lo teme, ya que la radiación sólo es mortal mientras es noticia, el terror sólo es terror en la medida en que da cancha y cuartel a los medios de tergiversación masiva, está bien volver a ver La soufrière, pues ambos fenómenos se antojan de la misma naturaleza, sus paisajes quietos, ensordecidos por el rumor del silencio fantasmático previo a la catástrofe, nos remiten a un horizonte de futuro puede que no demasiado lejano: el de una civilización que una vez extirpado su principal cáncer, el hombre, no deja de ser un sitio agradable y tranquilo. Feo de cojones, pero agradable y tranquilo.