Revista Opinión

Pájaro Con Hombre Sol

Publicado el 15 enero 2019 por Carlosgu82

(BREVIS)

Otro loco más, dijo alguien cuando lo vimos por primera vez en el patio, las cárceles ya no son cárceles sino manicomios, qué vergüenza, ¡pero qué vergüenza!, Eso significa que la delincuencia ha perdido identidad, respondí; un tercero apuntó, Entre los delincuentes y los locos prefiero a los delincuentes, Pues yo me quedo con los locos, pensé, pero no dije nada, ¿para qué? En la escala delictiva ocupo un lugar insignificante y soy consecuente con ello. Solo soy un ladrón menor que siente debilidad por la devastación y las ruinas, pero esto nadie lo sabe, ¿para qué?

Desde un rincón del patio de mi cárcel, trepado en un banco de madera, con un libro de Cavafy, flamante desconocido para la mayoría de los presos, me dediqué a espiar al muchacho.  Su rostro exhibía el triunfo de las drogas sobre su espíritu y las cicatrices transversales en sus muñecas delataban antiguos intentos de suicidio. Intuí que tras los ojos negros y fijos del paseante había bien poco: restos de polvo de coca, una jeringa con sangre, tres o cuatro  máscaras sucias, un trozo de canción… quizás un jirón de tela con algo del rostro de la madre, su ojo, tal vez, o su boca amarga, o la huella de algún manotazo paterno envuelta en mugre…

El muchacho caminaba dando saltitos, como si fuese a despegarse del suelo, luchando contra la gravedad, a la que no podía vencer por su delgadez y su falta de fuerzas. Le puse  Ariel, como el duende de Shakespeare, pues su nombre verdadero, o eso decía él, decía que aquella blasfemia era su nombre, José, me pareció demasiado común y desmoralizado por el uso. Era el Ariel de mis sueños, dorado y sucio, con el cabello amarillo salpicado de vetas marrón que parecían heridas en un campo de trigo. Mi duende no esparcía fragancias de una noche de verano ni volaba montado en una rama. Esta criatura degradada vagaba por el patio gris de la cárcel y ningún sortilegio quebrantaría su condena, ninguna palabra mágica, ningún detalle de ternura. ¡Ah, la ternura!

Olía muy mal. Me gustó. “Usas el perfume de los malditos”, le dije cuando pasó junto a mí en su novena vuelta al desierto gris. “Maldito, maldito, maldito”, susurró alejándose. Y sonrió. Maldito. Parecía contar las pisadas. Maldito chico, ¡tan bello en tu fragilidad! ¡Tan peligroso en tu blancura! No miraba al frente, al muro de hormigón, sino al suelo a lleno de colillas y deshechos. Jamás ladeó su cabeza y mucho menos alzó la vista al cielo, cuyo espejismo de libertad parecía no interesarle. Maldito muchacho, me revuelves los peores instintos, me invitas al crimen que nunca cometeré. ¡Maldito, maldito!

Días después de nuestro intercambio de maldiciones, o un par de semanas, o un siglo más tarde- en la cárcel el tiempo se compacta en un todo único-, Ariel descubrió al pajarito tirado en una esquina del patio. Decantado ya por la naturaleza, el animal aleteaba su estertor final. El duende le dio cobijo en el hueco de sus manos y susurró algo sonriendo. ¡Ah, la ternura! ¡Maldito, maldito, maldito! Ariel se apiadaba y daba la bienvenida a su otro yo con plumas en un lugar donde la compasión era una rareza.

Ahora, el joven saltarín y su amigo pasean por la llanura de cemento. Ya sea posado en el índice de su mano derecha, colocada muy cerca, muy cerca del corazón, o sobre uno de sus hombros, o trepado encima de su cabeza como un adorno de sombrero, el pájaro nunca se separa de su protector para acrecentar mi rabia y mi envidia hacia ambos, y la risa, el escándalo o la inquietud de algunos presos. Indiferente a los gritos, a las palabrotas que destrozan la sensibilidad de los más débiles, impermeable a los resabios del rencor, el duende y su pareja  deambulan por el patio, el comedor o la galería principal intercambiando confidencias en un revuelo de palabras sueltas y piares bajos. Quizás alguno de los presos intente dañarlos. Los demonios menores, y aquí abundan- este es un mundo de menores de edad incluso en el crimen-, no toleran la complicidad, extraña forma del amor, aunque esta se establezca entre un hombre y un pájaro. Yo tampoco tolero la imagen, pero no puedo apartar mis ojos de ella, y cuando duermo sueño con una estatua de mármol decapitada cubierta de pajaritos trinantes que escarban  el moho del tiempo desenterrando gusanos de luz.

Me preguntaba yo en mis sueños, a grito limpio, qué piares soplaría en su oído el ave, qué riesgos de esperanzas despertarían en el corazón de Ariel las mórbidas caricias del pajarito gris. Sueño y lloro, me retuerzo de ira, asumo que solo seré un espectador de la felicidad y me lleno de tristeza. He llegado al final de mi  infierno, al último farallón, padezco de insomnio porque un joven perturbado conversa con un pajarito amaestrado. Me suicido lentamente con esa única imagen.

Un gordo dijo al verlos intimar, El loco que mató a su madre se consuela con un pájaro raro, acabará estrangulándolo, como le hizo a ella… Pero Ariel no había matado a su madre y eso casi todos lo sabíamos. El dardo venenoso del marrano se desintegró en el humo de un cigarrillo. Aquí el asesinato de una madre a manos de su hijo no horroriza a nadie, le contesté, ¡Un día ese bicho volará!, gritó el cerdo, ¡o se morirá!  Escuché la voz de Ariel, como el silbido de una flauta, o de una serpiente venenosa, Soy su padre, no su carcelero, y eso es lo que quiero, qué vuele cuanto antes.

El deseo de poseer aquella voz me apretó entre las piernas. Mis ojos y los del pájaro se encontraron por primera vez. ¡Ooohhhhh! ¡Ahhhhh! La mirada del animal era más humana que la de muchos hombres que caminaban por allí, una monstruosa mirada feliz que me recordó mi infancia. Esa mirada, pensé, es el eco de lo que fui alguna vez. ¡Oh! Tuve una erección sencilla. Algo goteó de mi pene, una gota de soledad, un gramo de licor fermentado por el encierro. Maldito pajarraco. ¡Ah, odiosa bestia emplumada! ¡Ah, duende criminal!

Nadie más volvió a dirigirse a Ariel. Continué siendo el único espectador del espectáculo del muchacho y su doble con plumas, que ya levantaba el vuelo, se iba  a intimar con los suyos y regresaba luego al dedo de su dueño cuando éste  lanzaba dos pitidos largos de demonio nocturno. Por la noche los ojos del pájaro penetraban por mi frente  e inundaban cualquier visión. Mi cerebro se convertía en una mazmorra llena de plumas y cantares. Yo me balanceo en un palo de jaula soñando que me sueño pájaro, en algún momento aleteo un poco y despierto con el pecho oprimido. Así todos los días, así siempre.

Una mañana dejé de verlos. Como nadie preguntó qué había sido de ellos tampoco lo hice yo, ¿para qué? A mediodía un marroquí comentó de pasada que al loco del pajarito se lo habían llevado gritando  a una cárcel siquiátrica, Que es allí  donde debe estar,  y que del bicho nada se sabía. Ese muchacho estaba embrujado, hicieron bien en sacarlo de aquí, ya bastante tenemos con lo nuestro, en esta cárcel sobran los diablos, A lo mejor se comió el pajarraco, dijo el gordo con asco. El marroquí escupió una mascada; O te lo comiste tú, que le tenías ganas al animalito, le gritó, y luego apretó un rosario desgastado y se fue a alguna parte.

Desesperado recorrí el patio de mi cárcel, buscando no sé qué. Atravesé con la mirada los cuerpos de los presos que paseaban contándose sus mentiras. Acaricié las paredes de mortero tratando de encontrar alguna señal… nada. Nada. Nada. El cielo despejado se me cayó encima. Acabé escondido en un retrete, llorando, comiéndome las uñas, picoteándome las manos. El patio de cemento es más patio de cárcel que nunca. El cemento gris aprisiona las almas grises. Huele a muerte.

Me vacío de estímulos. Intento escribir una carta a mi prima, pero también me voy vaciando de palabras. Pongo en el papel… Prima… pri… pí… pí… La cárcel es monótona. Los delincuentes son monótonos. El crimen me aburre. La cantinelas de los presos, despojada de toda autocrítica hacia sus actos, se me hace despreciable. Los desprecio y me condeno. Pí…pí… pío… pío… pío bajito… ¡Maldición!  Estoy solo en el patio lleno de gente, tan solo como en mi celda pues el que la comparte conmigo apenas me dirige la palabra. Aquí debo admitir que su indiferencia me resulta provechosa. Bien llevada, la indiferencia es un buen escudo, tomada en dosis, un excelente cordial contra la mediocridad. Lo odio. Odio a ese hombre sin lengua y sin ideas que también me odia. ¿Por qué razón en vez de llevarse al chico del pajarito no cargaron contigo, si tú estás más loco que él, compañero? Eres tú el que merece el manicomio. Tú. ¡Tú, maldito! ¡Si pudiera te arrancaba los ojos a picotazos! En realidad puedo hacerlo, pero no soy un asesino, soy un raterillo de poca monta al que le gusta leer novelas raras y que siente predilección por la devastación y la ruina. Y Dejarte ciego, compañero de celda… ¿para qué? ¡Si ya lo eres!

Tres días después, mientras leía sin leer un libro pegado a la ventana de mi mazmorra, sentí en mi hombro el pinchazo de unas garras diminutas.

Quise llorar, pero no me salieron las lágrimas. Tuve una erección salvaje y la oscura certeza de empezar un largo viaje  por un reino de plumas y sombras. ¡Maldito pájaro de mirada humana, odioso en tu suavidad, estás aquí, has regresado!

El recién llegado me picoteó en el lóbulo de la oreja izquierda. Me volverás loco, le dije; ¡Sí, me volveré loco por ti!

A diferencia de los demás pájaros, que mueven constantemente su cabecita, este mira profundo e ilumina mis imágenes más oscuras con la pintura dorada de su pico. Come poco, no ensucia nunca y siempre me obedece. No silbo, más bien grazno, pero a mi volador esto parece no importarle. Acude a mí como un amante solícito y complaciente y se aferra a mi dedo índice como un náufrago a su tabla de salvación.

Hemos acordado que nuestra relación transcurra en la celda. La discreción es fundamental. Mi compañero ni se entera. Anda tan ensimismado en sus quejas que ni repara en el pájaro que camina por mi cabeza como un pensamiento recurrente. La cárcel lo ha vuelto ciego, como a tantos, y mudo, y sordo. Un trozo de carne sufriente, un retazo de humanidad mutilada por la indiferencia. Es mejor así. He prometido no revelar ni una nota de nuestros cantos. La historia ha terminado para mí. Ya no puedo. Ya no quiero contar nada más. Tampoco quiero leer…

Las patrañas de los libros se calcinan ante las historias de mi pájaro. Todo la fantasía humana sucumbe ante el más tenue de sus piares.

¡Me siento muy a gusto en mi jaula! ¡Me siento muy a gusto! No todos los días compartes intimidad con un pájaro de la felicidad.


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