A Marina Perezagua, que cree en los milagros y los busca a conciencia y sin ella a diario.
A los milagros se les tiene la consideración que a veces no merecen. Suceden sin que podamos entrar en razones al modo en que lo hace la fe o el enamoramiento y tienen más tarde una existencia longeva. A los que yo me refiero no les asigno una causa divina, aunque no me importaría que fuesen una injerencia espiritual la que los alumbrase. Es milagroso lo que asombra, lo que produce perplejidad, todo lo que tiene más de prodigio que de asunto cosido a la rutina, hecho a que se le vea y no levanta ni admiración ni atención a veces. En ese sentido, creo en los milagros, creo mucho además, creo con convicción, creo con la firme voluntad de que serán los milagros los que salvarán mi existencia de la mediocridad o del aburrimiento o del vacío. Amo lo sobrenatural, lo etéreo, lo que se adhiere a la metáfora más que al logaritmo, pero aún así me cuesta aceptar que haya cosas que no puedan ser entendidas bajo una lupa cartesiana. Por otra parte, ha sido la fe la que ha hecho que el mundo esté donde está ahora. Nos diferenciamos de los animales en la posibilidad de hablar sobre lo que no existe. Incluso organizamos parte de nuestras conversaciones alrededor de lo que no está. Decimos que nos protege un espíritu o que los astros han sido generosos con nosotros o que tal o cual Dios ha tenido la consideración de escuchar las plegarias y atenderlas a nuestro entero favor. La religión, que es la hacedora principal de milagros, se ha valido de estas efusiones sentimentales para mantener su preeminencia en los pueblos. Nos dieron el cielo para que no nos pareciera escasa la tierra. En el fondo, si se piensa con calma, es un ardid espléndido. Se vive mejor en la ilusión, más poblada de colores, que en el gris invariable de la realidad. Otro asunto es la manera en que las ilusiones forjan la cohesión de las sociedades. Ilusionados, pertrechados de esperanzas y de sentimientos forjados en la comunidad, se avanza mejor. No hay sociedad que no haya depositado en esas ilusiones, en esos milagros, su progreso entero. La ciencia contribuye a nuestro bienestar, hace nuestra vida más fácil y nos permite vivir más o vivir más placenteramente, pero son los milagros los que nos conceden la bendita bondad de los sueños. Lo que no existe tiene más literatura que todas las criaturas y todos los objetos que han poblado el cosmos. Los primeros registros literarios (por llamarlos de una manera que conviene a esta reflexión) son inventarios de anhelos, deseos plasmados en frases sencillas. El lector hipotético de esas manifestaciones emocionales es el Dios local, que luego, al paso de los años, se globalizó y mutó en Dios Universal. Cuando los pueblos creían en la existencia de diferentes dioses, la vida era más pacífica. Nadie hacía esfuerzo alguno en hacer valer la importancia del suyo sobre el resto. Si hay cien dioses disponibles, hay cien milagros razonables. Cuando se estrechó el parnaso de las divinidades, se empezó a fracturar esa cohesión limpia y todo se vino un poco abajo. Debería haber más milagros de los que hay. Sería la constatación de que volvemos a tener una legión de dioses. Los humanos tenemos esa voluntad creadora: la de construir ficciones, la de buscar continuamente el cielo lleno de promesas que nos ofrecieron de pequeños y del que no hemos podido substraernos. Claro que hay que creer en los milagros. Da lo mismo que uno sea creyente o que no lo sea. El milagro es la poesía, la evidencia de que adoramos la belleza de las cosas, no su valor, no su peso mercantil, ni su influencia. La única forma de que la vida sea un regalo es concediéndole la posibilidad de que nos sorprenda, de que pueda alentar prodigios, de que sepa cómo producirnos perplejidad, zozobra, asombro. El milagro es el asombro hecho luz. Ahora, mientras escribo, sucede el milagro del día. Afuera se oyen unos pájaros. La oscuridad se ha desvanecido. Todavía no se ha adueñado de la calle el ruido que luego no desaparecerá. Al final volvemos a hablar de pájaros y de dioses.