Si bien es cierto que los focos de las últimas décadas han estado apuntando a Afganistán, es imposible entender el entramado sociocultural de este país sin atender a Pakistán. Este país, antiguo territorio que marcaba el límite colonial británico, ha supuesto un actor discretamente capital en la Historia reciente tanto de Afganistán como del yihadismo. Pakistán representa la complejidad de un territorio configurado por diversas etnias con una nomenclatura estatal a la usanza occidental y que ha afrontado los entresijos de una nación mediana encajada entre una potencia como la India y un Estado fallido como el afgano, sin olvidar su vecindad con Irán.
Un mapa mal trazado
Pakistán es un país forjado a través de sus amenazas. Compartir una frontera más nominal que efectiva con Afganistán y la amenaza nacional que siempre ha visto en la India ha configurado una mentalidad pakistaní que deposita amplia resolución en sus organismos de fuerza; de ahí el carácter interventor del Ejército en las cuestiones políticas. La relación que tiene con los países limítrofes ha marcado la partitura política de Islamabad: India representa el enemigo natural e histórico, mientras que Afganistán es el territorio que los líderes pakistaníes han aspirado a fijar bajo su órbita para beneficio y estabilidad propios.
Tanto Pakistán como Afganistán han tenido problemas crónicos de unidad interna. Son Estados creados por demarcaciones exteriores que no guardan coherencia étnica. Así es que ambos países arrastran una Historia de violencia y desestabilidad interna, amén de divergencias entre las demarcaciones estatales y los vínculos tribales. Tras la partición del Raj británico en 1947, la línea Durand —dibujada por Gran Bretaña en el siglo XIX para delimitar la esfera de influencia rusa y la región colonial india de Reino Unido— dinamitó el alineamiento de las comunidades.
Para ampliar: “Los caprichos fronterizos de Asia Central”, Fernando Arancón en El Orden Mundial, 2015
Línea Durand, la distribución de la jurisprudencia en territorio pakistaní y de influencia pastún. Fuente: National GeographicLa implicación recíproca en el devenir de Afganistán y Pakistán ha sido una constante. La invasión soviética del primero significó el punto de inflexión: en plena Guerra Fría, Islamabad y Washington fortalecieron sus vínculos por el mutuo interés en cambiar la esfera de influencia afgana; daban apoyo logístico y entrenamiento a todas las facciones muyahidines y gracias a esta alianza Pakistán comenzó a desarrollar sus estructuras estatales, especialmente el Ejército y su agencia de inteligencia, que ganarían suma eficiencia y prerrogativas gracias a la financiación y adiestramiento de los estadounidenses. Por su parte, la Administración estadounidense vio en el país asiático el activo estratégico idóneo desde donde debilitar indirectamente a la URSS.
En este contexto, Pakistán ha sabido sembrar sus intereses y sacar provecho del cordón umbilical étnico. La etnia pastún, de la que procede el núcleo talibán, está presente en ambos países, lo que ha significado una alianza natural a la hora de forjar coaliciones y trasvasar militantes o bases. No obstante, hay otras comunidades, como los punyabíes, situados en el noreste y bien posicionados en el estamento militar y la economía, además de Baluchistán en el suroeste, otro pueblo olvidado, y Sind en el sureste, provincias con cuestiones pendientes con el Gobierno central. Sobre este abanico étnico asentado en un mapa irreal hay que solapar el conflicto de Cachemira con la India; para los líderes pakistaníes supone un riesgo vital al implicar a la potencia nuclear que es también su mayor y primer enemigo.
La conflictiva zona de Cachemira. Fuente: WikimediaEn el oeste, en la zona de Waziristán, las facciones talibanes pakistaníes operan en el norte y el sur con impunidad debido a la discontinuidad del ejercicio militar pakistaní. Aun así, el escenario esconde un entramado más complejo, ya que a Islamabad le interesa que ciertos grupos, como los pertenecientes a la red Haqqani, continúen con sus acciones al coincidir con la línea de seguridad y política del Gobierno pakistaní.
Una región estratégica
La alianza con Estados Unidos supuso un cambio para Pakistán. Washington, además de proporcionar apoyo a la insurgencia contra los soviéticos, comenzó a financiar el desarrollo de los organismos estatales. Islamabad empezó a recibir sufragio económico y adiestramiento táctico, lo que permitió que las esferas militares se tecnificaran y comenzara a gestarse un sistema de inteligencia muy capaz, preparado para enfrentar y manejar las amenazas circundantes.
La esfera de poder pakistaní siempre ha visto con escepticismo la realidad política de Afganistán. La inestabilidad constante y el entramado conflictivo de sus etnias y facciones se han considerado desde Islamabad como justificante para intervenir en su devenir político, además de la profundidad estratégica que podría dar en caso de una guerra con la India. Así es que Islamabad ha aspirado constantemente a fuerza aliada en Kabul para estabilizar un país en guerra desde hace décadas. Por eso mismo, primero dio apoyo logístico y técnico a los talibanes y, cuando estos tomaron Kabul en 1996, Pakistán fue la primera nación en reconocer su régimen.
Fuente: Cartografía EOMLa frontera entre Afganistán y Pakistán ha supuesto siempre un factor volátil, vital para entender el efecto de un país sobre el otro. Desde los días contra los soviéticos, cuando los muyahidines se armaban en suelo pakistaní para después combatir en el país vecino, hasta el traslado de bases y campos de entrenamiento yihadistas de un territorio a otro, las dos naciones han mantenido una retroalimentación orgánica, y mucho de ello hunde sus raíces en sus elementos étnico-tribales. Esto prosiguió tras la ocupación internacional de Afganistán; permaneció como lanzadera de operaciones y reforzó exponencialmente el poder de los actores no estatales representados en los señores de la guerra. Esto no ha hecho más que amplificar el uso de la fuerza sin sujeción estatal. Actualmente, el exponente terrorista es el Movimiento de los Talibanes en Pakistán, que aglomera decenas de facciones cuyo objetivo es instaurar un régimen islámico.
Más allá de contadas operaciones militares como contraataque, la esfera de poder pakistaní ha estado más interesada en alcanzar la paz con los grupos radicales que en acabar con ellos, fruto de unas condiciones geopolíticas que limitan la eficiencia militar en una guerra a largo plazo. Sin embargo, con esta decisión se pasaron por alto varios factores: la guerra contra los soviéticos fue el embrión de la yihad mundial, en primera instancia contra los invasores comunistas; posteriormente, la causa islamista encontraría su santuario en Afganistán con una red ecuménica gracias a Al Qaeda. Los talibanes enarbolaron este pensamiento con su régimen y supieron sacar el máximo partido de la orografía, añadido a cuanto la Historia y la guerra habían traído hasta las montañas de Asia central.
Para ampliar: La guerra de Af-Pakistán y el uso de la fuerza en las relaciones internacionales, Pilar Pozo Serrano, 2011
Relación ambivalente con el terrorismo
Los sucesos del 11 de septiembre dotaron de nuevo a Pakistán de una importancia estratégica en el ámbito internacional. Si bien en la década de los 90 sus servicios de inteligencia habían apoyado al régimen talibán, una vez declarada la guerra al terrorismo por la Administración Bush, Islamabad se vio en la tesitura de hacer oficial el apoyo a su potencia aliada, Estados Unidos. Pero esta proclamación fue más oficial que efectiva. A partir de entonces, Pakistán entraría en un doble juego: arrestaría a terroristas de Al Qaeda, pero daría más margen a los grupos y figuras de poder afganos, como Jalaluddin Haqqani o Gulbudin Hekmatiar.
Los militares, de la mano del general Zia ul Haq, fueron los primeros en instrumentalizar el islam para contrarrestar los nacionalismos étnicos, tan vigentes en las provincias de la frontera afgana, que acabaron por convertirse en nido y refugio para yihadistas. El Ejército pakistaní ha sido uno de los principales responsables; ha acaparado un poder cardinal en el orden estatal, capaz tanto de acabar con Gobiernos como de emplear indirectamente grupos insurgentes en beneficio de la nación pakistaní.
El papel de Pakistán en su estrategia contra el terrorismo tiene un doble filo, representado por cuanto ha dejado que ocurra y cuanto no ha podido impedir que sucediera. La deficiencia del control fronterizo, la jurisprudencia territorial, las diferencias entre el estamento político y el Ejército pakistaní y las divergencias entre Washington y Islamabad han supuesto que Pakistán se haya convertido en un bastión del terrorismo yihadista en las provincias donde no tiene poder real.
Las regiones de Waziristán del Sur y del Norte, en las áreas tribales administradas federalmente (FATA por sus siglas en inglés) del oeste pakistaní, y Pastunjua —antigua Provincia de la Frontera del Noroeste en la India británica—, en el noroeste, cuentan con autonomía y evidencian el enraizamiento del poder tribal. Esta condición convierte sus territorios en espacios perfectos para el rearme y el empoderamiento de los grupos. Del mismo modo, ayudada por el desdibujo fronterizo, esta administración política ha permitido la movilidad operativa y logística de grupos fundamentalistas, con Al Qaeda y los talibanes a la cabeza.
Distribución de las FATA. Las zonas bajo control gubernamental aparecen en verde; el resto están bajo el dominio —en rojo— o la influencia —naranja y amarillo— de los talibanes. Fuente: The Long War JournalEste escenario ha sido una constante. En 2014 el Ejército pakistaní lanzó la ofensiva Golpe Afilado —Zarb-e-Azb— en el noroeste y sur del país, con unos resultados notables: entre 2014 y 2015 las operaciones insurgentes y terroristas, así como las víctimas mortales, menguaron un 42%. No obstante, dadas las características del terreno, el ecosistema tribal y las limitaciones operativas y económicas del Ejército, la prolongación de esta operación en el tiempo resulta insostenible. En 2016 los políticos pakistaníes reconocían la presencia de en torno a 45 grupos operando en su territorio y se debatía si el autoproclamado Estado Islámico estaba presente en la zona, como afirmaban fuentes estadounidenses.
En busca de un padrino
Recientemente se han abierto nuevos frentes y oportunidades para Islamabad. La sociedad con China ha ido creciendo con el macroproyecto “One Belt, One Road”: 62 mil millones de dólares se van a invertir en el Corredor Económico China-Pakistán, orquestado por la Administración del destituido Nawaz Sharif. Ahora se verá la fortaleza de las relaciones: dónde queden las negociaciones una vez formado el nuevo Ejecutivo marcará si la alianza está depositada en la persona del desposeído Sharif o en el activo pakistaní. Más allá del ámbito comercial, la República Popular China está ganando enteros en una alianza más íntegra con Pakistán, una que implique una inversión más profunda y una alianza más poliédrica. Paralelamente, la Casa Blanca toma las medidas drásticas de un presidente con miras geopolíticas de una legislatura.
Para ampliar: “La nueva Ruta de la Seda: iniciativa económica, ofensiva diplomática”, Sandra Ramos en El Orden Mundial, 2016
La Administración republicana de Donald Trump también ha tenido palabras para Pakistán. En su línea aislacionista, el presidente estadounidense ha recalcado la exigencia a Islamabad en su lucha contra el terrorismo, una labor que se ha puesto en entredicho numerosas veces; el propio Trump calificaba el país de “puerto seguro para terroristas”. Desde 2002 Estados Unidos ha proporcionado a través del Fondo de Soporte Económico más de once mil millones de dólares a Pakistán, pero esto no ha sido impedimento para que las crisis diplomáticas se hayan ido sucediendo a lo largo de los años. Las operaciones militares estadounidenses, especialmente con drones, y la proclamada operación que dio muerte a Osama bin Laden en Abbottabad en 2011 han sido una demostración de la falta de confianza en la labor contraterrorista que alberga Washington hacia Islamabad. Esto ha llevado al Ejecutivo estadounidense a tomar medidas por la estrategia de Islamabad, del que espera que con el dinero gane eficiencia en el control fronterizo para evitar el movimiento de insurgentes y asegurar las rutas de aprovisionamiento.
Por el lado negativo, Pakistán también debe lidiar con la influencia exponencial de la India en Afganistán, donde ha afianzado la relación en los últimos años por medio del Acuerdo de Asociación Estratégica en aras de ayudar a potenciar las infraestructuras estatales de la nación afgana y desarrollar sus capacidades autóctonas, una situación compleja dado lo que representa la India para el ordenamiento de seguridad y defensa. Que Pakistán sea potencia nuclear espolea la inquietud de los organismos internacionales: le supusieron sanciones internacionales que fueron interrumpidas por la prioridad de la lucha contra el terrorismo tras el 11S. Más tarde, el potencial geoestratégico del territorio pakistaní prevaleció sobre las sanciones e hizo de Pakistán partícipe en la guerra para derrocar a los talibanes y destruir a Al Qaeda. No obstante, la carrera nuclear de este país ocupa un capítulo importante dentro de la Historia nuclear mundial.
Pakistán es el sexto país dotado de más armas nucleares, justo por encima de la India. Fuente: Cartografía EOMEl mayor responsable de esta carrera nuclear fue Abdul Qadir Khan, un ingeniero pakistaní que propuso la idea de armar la nación y proporcionó la información para llevarlo a cabo desde un nacionalismo temeroso por la capacidad nuclear de la India. Sin embargo, su implicación no acabó aquí: posteriormente, desarrolladas las centrifugadoras en Pakistán, hilvanó una red clandestina con el objeto de proporcionar material nuclear a naciones como Irán, Libia o Corea del Norte. Las fobias de una nación espejadas en su mayor enemigo tentaron al Gobierno pakistaní, que acabó aprobando tal despliegue por ver en la India una amenaza perpetua.
El Estado paralelo
El Ejército, concretamente el apéndice de los servicios secretos, conforma una esfera de influencia paralela a la del Gobierno civil en Pakistán. El poder en el país no es monolítico y resulta un problema estructural; la disonancia entre las esferas política y castrense ha quedado patente en varios episodios de su Historia. Las trabas sobre el equilibrio de fuerzas son constantes entre las dos esferas de poder y suponen una debilidad vertebral crónica del Estado. El verano pasado el primer ministro Sharif, en el Gobierno desde 2013, se vio obligado a abandonar el Ejecutivo tras la sentencia de la corte suprema del país tras las acusaciones de corrupción sobre los papeles de Panamá. El político fue juzgado por el poder judicial y no por los militares, un hecho novedoso si se tiene en cuenta que en escenarios pasados era el Ejército el que daba el veredicto.
Inmediatamente tras el cese apareció en primera línea para sucederle Imran Khan, cabeza del Movimiento para la Justicia de Pakistán, a quien sigue el rastro de estar alineado con el Ejército, lo que implicaría el retorno de la influencia interina del estamento militar en el estadio político. Esto puede suponer un punto final a los Gobiernos civiles, con una marcada política alejada de la línea castrense, un programa que ya había seguido el Gobierno predecesor.
El próximo julio habrá elecciones y los frentes que aspiran a hacerse con el Gobierno ya han empezado a mover ficha. El primer ministro depuesto ha proclamado a su hermano Shehbaz como sucesor de la Liga Musulmana de Pakistán (LMP), partido virtualmente encabezado por el actual primer ministro, Khaqan Abbasi, a pesar de que los indicios señalen hacia la prolongación de la línea familiar en el poder. Precisamente la idea es que la LMP siga en la misma línea hasta que se confirme la victoria electoral que los analistas ya vaticinan.
El orbe internacional sabe de la separación tan marcada de poderes dentro de Pakistán y es una de las razones por las que el establishment pakistaní levanta inquietud. Es complejo tratar de apoyar políticas sin saber quién ostenta el verdadero poder de decisión; ralentiza las relaciones diplomáticas y potencia un escepticismo labrado por la desconfianza y coyuntura actual, con una postura ambigua hacia el terrorismo. Todas las fuerzas de Pakistán aspiran a moldear sus recursos en virtud de la situación e instrumentalizar el terrorismo para fortalecer el nacionalismo y debilitar al enemigo perpetuo.
La instrumentalización del terrorismo, la báscula de poder entre el Ejército y los Gobiernos civiles y las disonancias sociales por el desencaje étnico han guardado un equilibrio que ha mantenido a Pakistán en un perfil bajo, pero el auge de figuras como Malala Yousafzai, quien en 2012 sufrió el fundamentalismo por abogar en su blog por la educación femenina —se calcula que más de tres millones de niñas no están integradas en el sistema educativo pakistaní—, ha puesto los focos internacionales sobre el país. Convertida en símbolo en un escenario atávico para el desarrollo femenino, Yousafzai ha abogado ante las Naciones Unidas por el diálogo en el conflicto con los talibanes y ha demostrado las carencias y capacidades de una sociedad con potencial para evolucionar.
Pakistán no ocupa noticiarios, no está en boca de la opinión pública y en el mapa no destaca a simple vista, pero es un país con una trama mucho más compleja y un poder mucho más real de lo que a primera vista se presupone. Su servicio de inteligencia y su preponderancia militar, además de su capacidad nuclear, hacen de esta nación un actor discreto, conocedor de sus limitaciones, pero también de su posición y oportunidades, amparado en su influencia sobre Afganistán y el cotejo pendiente de capacidades con la India. Los miedos han impulsado a Pakistán a seguir estrategias contrapuestas, lo que ha deteriorado sus relaciones e implicado a los estratos de poder en escenarios de corrupción que imposibilitan el desarrollo eficiente de sus estructuras.