Revista Cultura y Ocio
Secundípara:adj. Aplícase a la mujer que pare por segunda vez.Moriré sin haber pronunciado secundípara. Importa escasamente que sepa qué significa porque no tendré ocasión de usarla. Tampoco ajear: el ajeo es el chillido que da la perdíz cuando se ve acosada. Tiene el boscoso idioma español palabras asombrosas a las que jamás acudimos, pero que están ahí, a la espera de que las pronunciemos. Mi amigo K. se prendó de la palabra pusilánime, que no es retorcida ni se escapa al común de los hablantes, pero que poseía a su entender una sonancia formidable, una influjo hipnótico, un veneno dulcísimo. Estuvo un día entero usándola a tutiplén. He escrito a tutiplén y he vuelto a pensar en las palabras. Hay días en los que uno no piensa en lo que las palabras esconden sino en cómo se enseñan, qué traje usan para airear lo que pensamos. De hecho la palabra tutiplén no existe salvo que hagamos que la vocal a la anteceda. Si nos paramos a pensar en estos matrimonios léxicos descubrimos historias fascinantes dentro del lenguaje, que es una forma de decir historias fascinantes dentro de uno mismo. Somos las palabras que decimos y también las que no decimos. Evito decir secundípara a pesar de saber qué expresa porque no es en modo alguno una palabra razonable. Lo es pájaro o incluso genocidio, que tiene un debate interior más dramático y lamentable, pero secundípara es una marca rocambolesca del lenguaje, una de esas construcciones semánticas que ocupan un huequecito pequeño en el diccionario y que, salvo en días como hoy, no forma parte del acervo léxico de un individuo normal. Bien al contrario (es la segunda que hoy escribo bien al contrario) uno acepta secundípara en una conferencia sobre genética o en un simpósium de matronas. Pasa lo mismo con el ajeo. Seguro que en el medio rural los asuntos de las perdices son pieza frecuente en chácharas de taberna, pero yo me voy a morir sin usarla. Quizá esa reflexión trágica sea irrelevante. Me asomo al interior de las palabras y es como si me asomase a mi propio interior. Me veo con limpieza y con hondura según qué palabras use. Hoy he tenido un día de poco vuelo semántico, ahora que lo pienso. No ha habido conversación en la que haya necesitado explayarme, ninguna que precisara un empleo más tenaz, una conciencia sintáctica. Como si estuviese hecho de palabras y el descubrimiento de alguna (ajizal, repinaldo, mozcorra) te hiciese comprender que estás más cerca de entender la maquinaria sutilísima del cosmos, el plan celeste, la trama metafísica. El mismo Dios debe ser una especie de diccionario secreto. Hoy me decía mi amigo Clemente que Dios escribe a veces con renglones torcidos, como aquella novela de la que he oído buenas cosas, pero que nunca he leído. Borges decía que Dios poseía muchos nombres, algunos de ellos secretos, impronunciables. Los diccionarios son mapas secretos. Lo que hacen es cartografiar el cerebro de Dios. Cuando una palabra nos asalta, al modo en que a veces lo hacen, es porque Dios ha tenido una epifanía y la ha soplado urbi et orbi. Yo, al menos, cuando escucho una palabra nueva y la entiendo (es importante que no entre por un oído y salga por otro sin dejar dentro un poso) me siento más cerca de Dios. Incluso la palabra Dios, escuchada sin anclaje cultural, desguarnecida de toda la morralla arcangélica, de toda esos grumos eclesiásticos, me parece preciosa. El amable lector habrá advertido el uso de la palabra morralla junto al adjetivo arcangélica. Es que uno se delata a poco que se deja engolosinar por lo que escribo. Soy un sentimental léxico. Creo que me voy esta noche a la cama escuchando a mi espalda el ajear de la perdiz. No fui yo quien la abatió, ni quien sienta que perezca.
