Revista Opinión
El clásico término liberal tolerancia no se define solo como mera permisividad, sino también como escucha activa. Tolerar requiere más allá del derecho que posee el oponente a expresarse con libertad y en igualdad de oportunidades, el ejercicio voluntario de analizar los argumentos del adversario político con espíritu abierto y crítico. Esta actitud, más moral que política, implica estar dispuesto a admitir la verdad ajena independientemente de la lealtad ideológica o los intereses creados. Claro está que esta concepción de la palabra como acceso dialógico a una verdad compartida parece haber pasado al género de la ciencia ficción, pese a la demanda insistente de la ciudadanía de consenso político entre nuestros representantes legítimos. El papel de la palabra en las asambleas y parlamentos queda desvinculado de su raíz moral, para servir a intereses partidistas, estrategias obscuras o a la impúdica regla de disentir a todo para minar la confianza de la ciudadanía hacia el oponente político. La ciudadanía acepta sin problemas la lógica interna que protagoniza las campañas preelectorales, ligadas a discursos ideológicos, programas propios y estrategias de fidelización. La asume como parte del juego democrático, de la pluralidad de ideas que debe vertebrar el espectro político, pese a saber en el fondo que su estética abusa de una retórica impostada a mayor gloria de su intencionalidad perlocutiva. Sin embargo, no acepta que este mismo teatro ahogue en la vida institucional la posibilidad de consensos, especialmente en lo concerniente a derechos constitucionales. Esta lógica inquietante convierte la vida parlamentaria en una constante campaña electoral. La idea de que un Ejecutivo fuerte y competente solo pueda darse a través de una mayoría sostenible (absoluta a ser posible) se ha convertido en un axioma indiscutible en política. La necesidad de llegar a acuerdos sostenibles, fruto de la voluntad de diálogo y consenso, se perciben como signos de debilidad institucional. Cabe preguntarse si esta cultura parlamentaria no es fruto de inercias provocadas por un progresivo abandono de las convicciones democráticas, asentadas en su origen en la creencia no solo de la pluralidad y del sistema representativo, sino también del necesario consenso social que debe presidir la vida parlamentaria. Esta voluntad de consenso fue el núcleo moral que alimentó nuestra transición hacia la democracia. Quizá un militante político se deba a sus convicciones ideológicas, pero un diputado debiera asumir como reto primordial de su responsabilidad pública la voluntad de propiciar el mayor consenso posible, ya que su función no está supeditada tan solo a su credo particular, sino a servir a todos y cada uno de los ciudadanos, independientemente de su filiación ideológica. La ciudadanía percibe en los políticos una indolente amnesia democrática, sensación que alimenta el descrédito y el escepticismo, y propicia la aparición de discursos polarizados y demagogias de difusa ideología. Recuperar la confianza en nuestra democracia pasa necesariamente por resucitar la esperanza en el consenso. Los partidos políticos debieran reflexionar no solo acerca de los contenidos, también de las formas de hacer política. La palabra como voluntad de acuerdo y unidad, como aliento de las demandas reales de la ciudadanía, debiera volver a iluminar la vida parlamentaria.