Hoy más que nunca los discursos pueden apaciguar, acompañar a tantos corazones sumidos en la confusión y la incertidumbre. Quizá, como en ningún otro tiempo, las palabras deban apartar a la razón de promover la inquietud acariciando el dolor de tantos hombres y mujeres prisioneros. Es el momento de hacer del lenguaje un sutil instrumento cuya eficacia moral sólo se verá recompensada por un graciaso un te quiero, como antiguos mitos que acompañaban a almas desamparadas preparándolas para el bien morir. Quizá vaya siendo hora de abandonar la confrontación y la dialéctica para dejar paso a ese otro discurso de palabras suaves, endulzadoras de tiempos cegados por el desasosiego. Abandonaremos aunque sea durante unos días la disputa sobre quién lo hizo o por qué no tomaron medidas, como cuando recibíamos de nuestros padres aquellos cuentos regalados que nos abandonaban al sueño. Miraremos los ojos de los demás como estando necesitados de consuelo y de verdad. «La recompensará será bella y grande la esperanza».
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