Nunca he estado en Galicia y no por falta de ganas. Pero desde que descubrí los cuentos de Manuel Rivas, en el libro Un millón de vacas allá por 1990, me parece conocer la historia y cultura gallegas. Reconozco que Rivas me gusta más como cuentista que como novelistas, en éstas últimas a veces me parece avanzar en la redacción a trompicones, como si los personajes no supieran muy bien si su historia debe terminarse antes o después, como si el argumento corriera riesgo en ciertos momentos de haber sido alargado cuando en realidad quiería decir adiós. No obstante, me siguen gustando las historias de Manuel Rivas. A la última que me he acercado es a Los libros arden mal, con ese dolor previo que a quienes nos gusta la lectura sentimos ante cualquier perspectiva de daño a la literatura. Me costó sumergirme en ese mundo de la Galicia que va desde finales del siglo XIX hasta la transición española, pero, sin remedio, terminé por enamorarme de unos personajes humildes, sinceros y sufridos, bamboleados por tiempos crueles. De la destrucción de bibliotecas y libros, parece que nuestro imaginario cuenta solo con la referencia del incendio de la célebre institución de Alejandría o la pérdida de patrimonio en las últimas guerras mediáticas, como Irak o los Balcanes. Pero no, también en nuestro país se perdió mucho, en esa guerra civil, que empieza a mostrar sus cicatrices ahora, décadas después, para decir que sí, que aquí también se quemaron joyas literarias, aunque, por fortuna, los libros parece que no arden demasiado bien.