Revista Cultura y Ocio
Mi abuelo pasó sus últimos años de vida en una silla de ruedas con la que se movía por toda la casa como si condujera un auto de choque, malhumorado, inquieto, sin descansar un segundo, yendo siempre de aquí para allá y sin salir a la calle, salvo cuando la ambulancia le llevaba a las revisiones médicas o cuando sufría una recaída y debían ingresarlo. Por culpa de la diabetes perdió las dos piernas (primero la izquierda y luego la derecha) y, progresivamente, casi toda la vista. Padecía dolores de cabeza y una sed continua, oceánica, que no se calmaba nunca pese a que se bebía las botellas de agua con gas de un trago, directamente de la botella. A nosotros (me refiero a mis hermanas y a mí) nos daba miedo. No sólo él y su carácter de ogro devoraniños (era muy impaciente y no le importaba atropellarnos con su silla si le estorbábamos en su camino): también nos aterraba saber que padecía esa misteriosa enfermedad invisible que de vez en cuando le daba dentelladas al cuerpo y le comía las extremidades. La llamábamos enfermedad invisible porque para nosotros ponernos malos significaba llenarnos de manchas o granos, sangrar, tener mocos, pero al abuelo, en apariencia, no le pasaba nada, simplemente sentía mucha sed e iba perdiendo las piernas (al tiempo que crecía su mala uva).Pampanitos verdes, de Óscar Esquivias. Ediciones del viento, 2010.