Se cuenta que fue Julio César quien, en la antigua Roma, mandó distribuir gratuitamente entre los numerosos pobres miles y miles de kilos de trigo, quizá para acallar su conciencia, que estos comieran y así luego poder aclamarlo con energía en el coliseo. Y que, a la par, organizaba fastuosos espectáculos de circo con el objetivo de entretener al pueblo en su tiempo de ocio. Ambas conductas provocaron en el poeta Juvenal la crítica más acerba ante aquel proceder del emperador. “Panem et circenses”, escribió en una de sus afamadas sátiras.
Del franquismo nos contaron que a los españoles se les anestesiaba con las corridas -de toros, claro- y, sobre todo, con el fútbol. Que aquel régimen autoritario y populista se apropió de ese deporte y lo suministró como un anestésico con el que evitar que la gente pensara en otras cosas. Y llegó la democracia, en la segunda mitad de los setenta, y descubrimos que el fútbol siguió siendo un espectáculo de masas en nuestro país que, lejos de ir a menos, creció exponencialmente como negocio, convirtiendo a los clubes en franquiciados internacionales -con contadas excepciones- en detrimento de la defensa romántica de unos colores autóctonos.
La televisión ha tenido mucho de culpa en todo esto. Es cierto que con Franco vivo, aún en blanco y negro, los partidos de fútbol acaparaban frente a la pantalla a millones de ciudadanos ávidos de ver cómo corría la banda al velocísimo Gento, asombrarse con una filigrana del genio de Cruyff, con un remate en plancha del estilete Gárate o una parada increíble del chopo Iribar. Pero aquella presunta anestesia de la que nos hablaban llega hasta nuestros días con otro tipo de apuestas, quizá, incluso, menos edificantes: eso que se da en llamar los ‘reality shows’.
La última experiencia que ha revolucionado el mundo catódico se hacía llamar ‘La isla de las tentaciones’, un producto del que es casi imposible que alguien no haya escuchado hablar en las últimas semanas. Prueba de lo que es capaz de consumir determinado espectador-tipo en este país es que se trata de un programa que llevaba bastantes meses grabado y enlatado, a la espera de buscarle un hueco en la parrilla. Sin embargo, un problema surgido con otro producto-estrella de la misma factoría posibilitó que se tuviera que emitir con urgencia y de la noche a la mañana.
La cosa iba de infidelidades, en este caso entre jovenzuelos, vamos, de cuernos, algo que, como se sabe, vende mucho desde tiempo inmemorial. Nada nuevo bajo el sol, máxime cuando en los personajes protagonistas confiesan verse representados muchos de los jóvenes contemporáneos -que no todos, afortunadamente-. Sin embargo, pocos han reparado en el hecho de que entre la audiencia se haya colado un elevado porcentaje de criaturas menores de 12 años, a pesar de emitirse el espacio en horario para nada recomendable respecto a esa franja de edad. Pero, como dirán algunos programadores, qué más da si esto vende para engordar el ‘share’.
Ocurría en la misma cadena televisiva en la que, cada tarde/noche, media docena de matarifes, con aspecto de seres bastante desocupados, se sientan durante horas a despellejar conejos y liebres, lanzando sus vísceras por las ventanas a cientos de miles de espectadores, que los siguen con absoluta fidelidad y ensimismados. Comprendo y respeto que haya gente que combata su vida anodina y monótona, e incluso su soledad -ese mal invisible de nuestros tiempos, como alguien la ha definido-, siendo pasto de esta caterva de ‘intelectuales del despelleje’. Y no quiero pensar la de votos que pudiera cosechar alguno de ellos si un día decidiera dar el salto a la arena política, pongo por caso. Pero no dejo de darle vueltas a la idea de que esta pesadilla dura ya demasiado y que nunca llegamos a pensar que, estirando el chicle, la goma diera para tanto. Claro que tendremos que reparar en que estamos en España, un país que lo aguanta todo y mucho más.