Un individuo borracho, tambaleante y con un punzón, aterrorizó en un vuelo Bogotá-Madrid el pasado viernes a 144 pasajeros, muchos de ellos hombres tan fuertes como él, sin que nadie le diera un porrazo o lo inmovilizara para entregarlo a la justicia.
Ni siquiera se juntaron dos, tres, o cincuenta personas para frenar a un tipo cuyo punzón era mínimo y su arma más contundente una botella güisqui: “No nos atrevíamos ni a mirarlo”, decía, ya a salvo, un fortachón pasajero del norte de España .
Sufrimos una pandemia de cobardía: personas que se enfrentan a duras condiciones de vida, a tremendas responsabilidades y decisiones de las que dependen otros, son incapaces de desafiar una intimidación chula, borracha o gritona, mientras que tipos como el amenazante se apoderan de amplias capas de la sociedad.
Somos víctimas de un pensamiento débil, según el cual no debemos enfrentarnos al delincuente, porque las consecuencias pueden ser peores, y porque cualquier iniciativa de autoprotección y valentía es agresiva, e incluso fascista; y decir esto es políticamente incorrecto.
Nos hemos hecho tan pacíficos y corderos ante la provocación y la intolerancia ajenas que hemos renunciado a exigir públicamente nuestros derechos: hasta somos incapaces de gritar “basta ya” ante tantas situaciones intolerables que se nos presentan; solo unos pocos vascos, acosados por los borrachos agresivos proetarras, exhiben ese lema.
Tras muchas horas de gimoteo de 144 personas, finalmente, un piloto y una azafata encerraron al indeseable.
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