Revista Cultura y Ocio
Leo hoy a Vilas algo que contó Nietzsche sobre el calor y cómo se oponía a la civilización. En cierto modo, Nietzsche no tenía ni idea sobre lo que escribió: iba a tientas, fabulaba la posibilidad de que fuese el frío el que ocupase la entera extensión del progreso. Nietzsche estaba muy arriba en el mapa para saber qué se siente aquí abajo, donde el calor tiene su casa natural. Pero España está caída en términos económicos a la vista del desplante turístico, obra de la pandemia. Somos un país echado a la calle, convidado a ejercer el oficio de cómico sobrevenido. Porque cuanto más convivimos con los demás, más precisamos de esa tertulia frívola y sustanciosa, trágica y paradójicamente evanescente, como una festiva pompa de jabón que se eleva y acaba inmolándose en el aire, festejo óptico para quien atienda a su coreografía kamikaze. En este ferragosto demediado, ocupado por mascarillas y distanciamientos, huérfano de abrazos y de besos, conviene pensar en qué pasará cuando de verdad acuda el frío y volvamos al confinamiento doméstico, no el legislado por la autoridad, sino el elegido adrede por cada uno, para no deambular por el frío, que es un desacato al instinto. Dios fabricó en su despacho de milagros. Una vez escribí que el frío es una de esas cosas que Dios pudo habernos ahorrado, pero lo fabricó en su honda providencia e impregnó con ese frío recién alumbrado la geografía de la realidad, su mapa y su discurso. En lugar del frío, Dios pudo haber pensando en estaciones eternamente disfrutables, en el edén en el que algunos sitúan el idilio del hombre consigo mismo y con sus mitos, con la armonía del cosmos, con la persistencia de la verdad, pero Dios no ha estado jugando a los dados porque en su naturaleza no existe la conmoción molecular ni la sed yendo y viniendo por la boca. De Dios sabemos estas cosas y hay más de lo que no sabemos absolutamente nada. Quién podría ponerse en su lugar, en esa soledad suya de unidad plenipotenciaria y previsora. Nietzsche, que era un teólogo inverso, un detective de la divinidad, pensaba en Dios como un territorio, no como una manifestación orgánica. Se me ocurre también que el frío, el frío que echo siempre de menos, incluso cuando me acompaña y conmueve, puede hacernos regresar a la intimidad, la intimidad de la que carece el verano, que es una estación propicia a la desobediencia. Quizá por eso se arraciman los insumisos en las calles y reclaman su derecho a la sublevación. Ninguna civilización se construyó con indisciplinados, aunque den ganas a veces y crea el insurrecto que su gesta doméstica (voy sin mascarilla, qué huevos tengo, qué atrevido soy) hará algo, conseguirá que su sueño sea más digno que el manso y el obediente, el que no desoye la ley y la cumple, aunque no la comparta a tiempo completo y le dé en ocasiones por señalarse y airear su disidencia. No es tiempo de que los rebeldes se salgan con la suya. No hay un mío y un suyo. No existe ninguna divinidad que nos aliente a volcarnos en un ejército o en otro. Saldremos juntos o caeremos juntos.