Emmeline Pankhurst es una de las líderes del Movimiento Feminista más conocidas, y la más significada entre las sufragistas británicas. Hija y nieta de activistas pro-voto femenino y demandas obreras, casó con un abogado también muy implicado en estas causas.
Emmeline evolucionó del liberalismo hacia el socialismo; y de éste extrajo su contribución familiar a la causa feminista: la sustitución del progreso gradual por la revolución, y las «palabras por las acciones». «Acciones, no palabras, ése será nuestro lema.» También conviene decir que Pankhurst y su organización NO eran favorables a que todas las mujeres votaran; sólo las que pudieran acreditar un nivel económico que en la práctica, excluía del voto a la mayoría de mujeres que sólo vivían de su salario o del de su marido. La lucha de las sufragettes de Pankhurst era porque las mujeres de buena posición económica votasen como los varones de posición igualmente acomodada.
El socialismo, anarquismo o fascismo en ascenso a comienzos del siglo XX, participaban todos de esta supremacía de «cambiar el mundo» sobre comprenderlo; de la idea sobre la naturaleza; de la imposición de la utopía a cualquier precio sobre una sociedad occidental que se percibía en decadencia y superada por las nuevas ideas colectivistas.
«La WSPU es simplemente un ejército sufragista en el campo de batalla», escribió Pankhurst en su justificación respecto a las críticas contra su dirección totalmente autoritaria, anti-democrática y personalista de la WSPU; así como su negativa a que los hombres pudieran ingresar en la organización.
Estatua homenaje a Emmeline Pankhurst en la plaza de Saint Peter, Manchester
La formación de Pankhurst intensificó el carácter extremo, incluso violento, de sus acciones; como lanzar piedras a la sede del Primer Ministro en Downing Street; huelga de hambre; o golpear a un policía para forzar una detención, ya que las estancias en prisión daban mucha publicidad.
No todas las sufragistas compartían los métodos de la WSPU de Emmeline Pankhurst, por su carácter violento y los atentados contra el orden y la propiedad. Un comentarista del Daily Mail distinguió a las sufragistas pacifistas de las violentas, llamando a estas últimas «suffragetes» en lugar de «suffragists», haciendo una referencia a su carácter revolucionario y agresivo. El cisma llegó a la propia familia, ya que la hija predilecta de Pankhurst, expulsó a su hermana Silvia y su nuevo grupo. Escribió Silvia Pankhurst: Se volvió hacia mí: «Tú tienes tus propias ideas. Nosotras no queremos eso; ¡queremos que todas nuestras mujeres reciban instrucciones y marchen en fila como un ejército!» Demasiado cansada, demasiado estresada para pelear, no di ninguna respuesta. Me sentía oprimida por un sentimiento de tragedia, lastimada por su crueldad. Su glorificación de la autocracia me parecía realmente remota de la pelea ante la cual nos enfrentábamos, la triste lucha que continuaba desde las celdas. Pensé en muchas otras que habían sido empujadas a un lado por alguna diferencia menor».
Es cierto que las «suffragettes» partidarias de Pankhurst sufrieron represión y encarcelamiento por parte de la policía inglesa en sus actuaciones; pero también es verdad que parte de la elección de protestas violentas y radicales era buscar precisamente esa reacción de las fuerzas del orden, y explotar la publicidad y el victimismo retórico. Pankhurst inspiró y dió el visto bueno a actos como incendios provocados, un atentado con bomba, un intento de matar al Primer Ministro, y la anecdótica (aunque dolorosa para un amante del arte) destrucción de «La Venus del Espejo» (luego restaurada).
Pero llegó la Guerra Mundial, un conflicto armado como no habían visto las naciones; por su dimensión multinacional, pero también por las innovaciones tecnológicas (ametralladoras Maxim, submarinos, gases mortales…) que convirtieron «la Gran Guerra» en un gran matadero industrial, con millones de muertos, y decenas de millones de heridos y enfermos que murieron o malvivieron el resto de sus días. Las víctimas civiles casi aproximan las de militares, debido a las hambrunas y enfermedades; los otomanos «aprovecharon» para realizar el genocidio sistemático de los armenios y no musulmanes, que serviría como inspiración directa a los nazis tras la «Solución Final» pactada por Hitler con el líder del Movimiento Palestino. La «Gran Guerra» no fue sino la culminación del periodo colonial europeo (que a su vez fue consecuencia del nacionalismo romántico, que también derivó en los nacionalismos regionalistas). Una culminación que acabó en hecatombe, preparó el camino a la Segunda Guerra Mundial, y avivó la llama que desembocaría en el bloque comunista y la descolonización: ambos desastres superiores humanitariamente a las propias guerras mundiales.
Anécdota: J.R.R. Tolkien, soldado superviviente de la Gran Guerra, reflejó el horror de este conflicto y el conflicto mayor del hombre industrial (capitalista y socialista) contra la Naturaleza en un libro llamado: «El Señor de los Anillos.»
Pero una persona de principios del XX estaba excusada de tener visión prometeica o profética; ya que las guerras hasta entonces habían sido cosa manejable, y hasta beneficiosas económicamente. Esto pensaba Emmeline Pankhurst que -a diferencia de sus hijas Silvia y Adela- contribuyó especialmente al «esfuerzo de guerra» después de llegar a una tregua con el Gobierno. Buscó financiación para un orfanato dedicado a los hijos nacidos de mujeres no casadas, porque sus maridos estaban en el frente; y adoptó cuatro de ellos personalmente. Hizo muchas marchas y discursos en distintos países, en apoyo de la participación aliada en la Guerra contra los alemanes; incluso fue a la Rusia tomada por los bolcheviques, donde dijo; «Vine a Petrogrado con una súplica de la nación inglesa a la nación rusa, de que continúen ustedes la guerra de la que depende la causa de la civilización y la libertad.» Rusia fue la nación que más compatriotas sacrificó en la Gran Guerra; incluyendo doce millones de soldados.
Emmeline Pankhurst y Christabel Pankhurst (no así sus otras dos hijas, que no eran partidarias de guerras ajenas a la revolución socialista) no sólo defendían que la llamada a filas fuese obligatoria para todos los hombres (»mandatory conscription»), sino que apoyaron el movimiento de la «Pluma Blanca.» Este movimiento era una llamada a todas las mujeres, a ir por las calles dando una pluma blanca (símbolo de cobardía) a los hombres que vieran, afeándoles el no estar en el frente luchando.
Ocurre que en aquella época ya había un movimiento pacifista significado, de hombres que hacían objección de conciencia; que preferían ser detenidos e ir a campos de prisioneros especiales para ellos que ir al frente, por razones ideológicas o religiosas. Además de éstos, también recibían la pluma del deshonor por parte de las sufragettes y otras voluntarias, los hombres que habían sido despachados del frente o de la oficina de alistamiento por estar lisiados, enfermos o con el síndrome de estrés postraumático; o por tener que mantener a su familia. Chicos de hasta 15 ó 16 años, que habían sido devueltos para superar fiebres u otros problemas, recibían la pluma blanca de la cobardía por la calle; todo con la bendición expresa de Emmeline Pankhurst y otras sufragistas.
Por ejemplo, Francis Beckett comentó para el diario The Guardian la suerte de su abuelo: «Tenía tres hijas pequeñas, lo cuál lo hizo exento del servicio; y su intento de ser voluntario fue rechazado en 1914 porque era miope. Pero en 1916, según volvía a casa de su oficina, una mujer le dió una pluma blanca. Se alistó el día siguiente. A esas alturas, ya no les preocupaba la miopía. Sólo necesitaban un cuerpo para parar la metralla, lo cuál Rifleman James Cutmore hizo en 1918.
Beckett dice que su madre sufrió tanto por la muerte de su padre que, «cuando la demencia ya no le permitía recordar el nombre de sus hijos, sí que recordaba aún el horror de la última vuelta al frente de su padre, tan conmocionado que apenas podía hablar. Sus hermanos también murieron en la guerra.»
El final de la guerra supuso una serie de reformas legislativas, que dio un impulso a la extensión del sufragio en diferentes países occidentales. También en Inglaterra, en 1918. Hay que decir respecto a esta reforma, que no sólo las mujeres, sino la mayoría de los hombres británicos tampoco votaban; ya que había que tener un nivel de renta. Por ejemplo, la inmensa mayoría de hombres -por juventud o falta de renta- que fueron a la Gran Guerra no pudieron votar o no al primer ministro que les envió al frente. Esta discrepancia por sí sola jugó a favor de la extensión del sufragio a toda la población; porque el que tiene el deber de morir por su país o trabajar en el puesto de la fábrica que deja vacante el soldado, también debería tener derecho a elegir a los gobernantes de los que depende el devenir de la sociedad.
Esto desniveló los argumentos a favor del sufragio universal; cuyos oponentes podían argüir, con razón, que obraría a favor de la emergencia fatal del Colectivismo; los partidos fascistas, socialistas y separatistas eran grandes defensores del sufragio universal, porque era la llave para «empoderar» a la Masa sobre el Individuo y tomar el poder. Así y todo, también favorecía a estos movimientos el que no hubiese participación civilizada de la mayor parte de la sociedad en la cosa pública; por lo que se esperaba que el sufragio, junto a la educación generalizada y la socialización de la riqueza que permite el control demográfico, sirviera para prevenir el ascenso de los Colectivismos en Europa Occidental y en las colonias. Obviamente no fue así, por desgracia.
La conducta de estas «sufragettes» como Pankhurst que exigían el voto para la parte femenina de su clase social -pero no se planteaban siquiera buscar su cuota en la guerra-matadero ni como enfermeras- es por tanto incoherente, irracional e injusta. No iba por delante de las necesidades de su sociedad; sino por detrás. A diferencia de lo que nos cuenta la propaganda actual, en su día fueron una rémora para el sufragio universal, no sus heroínas. Su historia es, en definitiva, en nada diferente a la de los demás grupos feministas históricos y presentes: a los que oímos hablar de nuevos derechos que merecen, pero nunca de deberes o compromisos para con la sociedad a la que exigen tanto. Su «mérito» no es cambiar el estatus de las mujeres, sino que ese cambio de estatus no supusiera la asunción de nuevos deberes o la conservación de sus deberes tradicionales. Sólo derechos.
Sin embargo, más allá del desatino y la crueldad de dar plumas blancas a hombres traumatizados y adolescentes para los que la guerra es su primer trabajo, hay algo positivo, una luz que no hay que dejar de considerar.
Esto es: incluso Pankhurst y sus cerriles sufragettes eran conscientes, en su fuero interno, de que hombres y mujeres somos diferentes; y que eso no es malo, porque permite que haya seres humanos capaces de dar su vida en una guerra, y seres humanos cuya protección merece ese riesgo y sacrificio. Y que la primera clase de seres humanos eran, y siguen siendo, abrumadoramente hombres; y que la segunda clase, son mayoritariamente mujeres.
Incluso en esta generación actual, en la que muchos hombres no tienen lo que hay que tener para ir a ninguna guerra por una mujer; y muchas mujeres no tienen lo que hay que tener para merecerlo. Incluso ahora, más allá de la costra de programación y machaque ideológico, sabemos que si un día «el hecho multicultural» entra en casa a robar con un machete, la mamá se esconderá en el dormitorio con sus hijos; y será papá el que proteja su escapada enfrentando al malhechor. Nunca será al revés; ni siquiera en la casa de la feminista más radical o subvencionada.
Y es bueno que sea así. Existen interesantes argumentos para ello desde la ciencia y la filosofía, que serían tema para otro artículo.