Revista Cultura y Ocio
Pasarán los años y seguirá viva esta manera de sentirse aislado y protegido en el puro centro de una ciudad ruidosa, muchas veces incomprensible —los mendigos de ahora son tan diversos que parecen un invento más de una gran cadena de productos— activa siempre, incluso cuando duerme. Es una manera de estar abrigado en una especie de templo civil y laico que le nutre a uno de un alimento que le sustenta semanas y meses hasta un nuevo viaje. «En la Nacional», he escrito aquí más de una vez. Acomodado en uno de los pupitres de la Sala Cervantes, uno se siente rodeado de genios que surgen de algún sitio —una mesa, un mostrador, una puerta que da acceso a los depósitos— y que logran que tus deseos —una simple petición hecha a lápiz en una ficha autocopiativa rosa— se cumplan cada vez que se los escribes. Con una veneración por el trabajo bien hecho correspondiente con la de una funcionaria que no ha dejado de sonreírme mientras me daba un tutorial sin queja alguna sobre cómo montar en el lector —hacía años que no usaba algo así, una máquina estupenda para dejarse los ojos— un microfilm con unas cartas que escribió Agustín Durán a Juan Eugenio Hartzenbusch. Qué cosas; por si alguno duda que esto no es estar aislado y protegido en medio del tráfago de ahí fuera. Vivido así, Madrid es lo que tiene. Puedes encontrarte, como en la plaza del pueblo, con un querido colega que en la Sala General hace lo mismo que tú con otros libros; o puedes quedar en el bar de la esquina con un antiguo amigo que te emociona ver y que se emociona al verte. Me citó Antonio Sáenz de Miera en el lugar más cercano a mi centro de trabajo de ayer, para que no perdiese mucho tiempo. Antonio ha sido muchas cosas, y ahora es un sabio tranquilo. Desde que no le veo, además de seguir escribiendo libros y de viajar —ayer lo recordamos—, ha sido el responsable de que, hace un par de años, a la estación del metro madrileño de Sol se le restituyese su nombre y se le quitase la astracanada de «Vodafone». Volví a la Nacional —el personal de seguridad me permitió salir y entrar sin necesidad de devolver lo que consultaba ni recuperar mi tarjeta, con mi ordenador en el pupitre— y seguí mañana y tarde leyendo papeles delicados del siglo diecinueve que pertenecieron a quien fue director, precisamente, de la Biblioteca Nacional de España. Su hijo, Eugenio Hartzenbusch, del «Cuerpo facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Anticuarios», escribió una Bibliografía de Hartzenbusch que pude consultar en otra sala; pero que, caprichos que uno tiene, pude comprarme en la Librería Bardón tras un apacible paseo de media hora por el Madrid más turístico cuando no llovía. Hoy, paso del templo. Como me responden a veces en la farmacia de mi barrio, me dijeron en la Librería Jiménez (Calle Mayor, 66), que lo que quiero lo tienen que traer del almacén. He quedado en pasarme hoy sábado. Así me llevo a casa lo que quiero leer, las cartas entre Cecilia Böhl de Faber y Juan Eugenio Hartzenbusch, que publicó en 1944 otro rarito que pasó por la Nacional, un tal Theodor Heinermann. En fin, Madrid amable y sábado lluvioso. Y unas cañas en Malasaña.