Ahora, cuando han pasado unos días desde que mi padre nos dejó, he sentido la necesidad de sentarme a escribir esto. No lo hago con el ánimo de encontrar consuelo. Si hay algo en lo que estoy meditando en estos primeros momentos de duelo, es en el hecho de evitar buscar consolación en lo que no consuela. Y por la fe en la que soy afirmado, y que compartía juntamente con mi padre, creo que solo hay una fuente de consuelo para mí estos momentos: el amor de Cristo.
Tampoco es el sentido de estas líneas compartir una larga lista de recuerdos. Porque la hay. Podría escoger entre aquellos sobres de cromos que me trajo después de un viaje de trabajo a Jerez. O el día que fuimos a visitar juntos el campus de la universidad donde estaba estudiando el máster. O las noches, de niño, sentado en su regazo mientras veíamos algún programa en la televisión. Y tantos momentos más, que ahora mismo me parecen infinitos, y que prefiero guardar como una especie de tesoro personal, un legado cuyo buen recaudo queda a la responsabilidad de mi memoria.
En realidad, solo quiero dar las gracias. Darle las gracias a mi padre, tal como lo hice en ese último momento en el hospital, cuando le cogía la mano, que ya no tenía conciencia, como el resto de su cuerpo. Y quiero darle las gracias por la vida. Él decía: “el que da lo que tiene no está obligado a dar más”. Y él ha dado su vida por su familia con una entrega, un servicio y un amor siempre dinámicos, sorprendiendo y superando los diferentes límites que, a veces, uno pudiera imaginarse o plantear.
Ahora se hace recurrente en mí un extraño sentimiento de no pertenencia. Como si me encontrase fuera de lugar, desubicado ante la realidad de la pérdida. Tanto tiempo hablando de la muerte y resulta que era real. A veces me asalta, de forma inesperada, la idea de que mi mucho amor no ha sido suficiente para protegerle. Y, entonces, vuelvo a recordar. Y, al recordar, vuelvo a darme cuenta de que hemos vivido esos recuerdos juntos. Hemos vivido.
Qué gratitud tan plena el hecho de haber vivido con mi padre. Y qué gratitud todavía más abundante la de la certeza de haber compartido con él la verdadera vida, el vivir en su sentido completo, y del que la Biblia dice que es Cristo.
Extraño a mi padre. Pienso constantemente en el hecho de que nos han quedado muchas cosas por compartir. Pero doy gracias por los recuerdos. Los recuerdos de lo vivido. Porque hemos compartido la vida y, sobre todo, la vida plena que dice el evangelio que es Jesús. Gracias a Dios.
Este blog nació hace diez años, como vía de escape para las inquietudes de un joven estudiante de periodismo. Buena parte de la contribución a que acabase estudiando periodismo se la debo precisamente a mi padre, que ya a los seis años me animaba a pensar en este oficio. Las diferentes etapas formativas y laborales han ido provocando una disminución de mi atención a la actualización de contenidos. Siendo realista, y pensando en una despedida, no se me ocurre una mejor ocasión para dar por finalizada esta experiencia que con estas líneas dedicadas a mi padre. Él siempre me apoyó en todo lo que consideraba que debía apoyarme, y me corrigió también en lo que era necesario. Mi gratitud hacia él por ello estará siempre presente en mi vida.
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