Revista Sociedad
Papá, quiero un telescopio
Publicado el 04 octubre 2013 por Nicolau Ballester Ferrer @ColauBallesterLo que en estas páginas suele ser un pensamiento, una reflexión o un razonamiento, en esta ocasión ha salido relato, y no utilizo en su lugar la palabra ‘historia’ porque no lo es, puesto que sigue siendo, puesto que el drama relatado sigue atrapado en el presente.
Papá, quiero un telescopio.
Era una niña normal –este adjetivo, tan simple, es una palabra de fino cristal quebradizo que cuando estalla deja maltrecha la salud emocional del entorno del sustantivo que califica–. Marta tenía trece años y una vida feliz que había transcurrido entre su familia, la escuela y sus amigos, como la de millones de niños. Las notas, sin ser excelentes, no eran en absoluto malas: había aprobado todos los cursos sin ningún problema hasta séptimo de EGB. Gozaba de las vacaciones de verano, aquellas largas, eternas vacaciones que nos traen los recuerdos de nuestra niñez, cuando sólo se vive el presente, cuando todavía no se desea, sólo se sueña, por tanto no se sufre. Cuando saltan las primeras esquirlas que buscan herir el corazón, pero no lo alcanzan, cuando el abismo insondable de la adolescencia se abre frente a unos ojos cerrados para el futuro, que agotan lo que les queda del goce que el presente, aún virgen, les está ofreciendo.
Se acercaba el inicio de curso y Marta tuvo un deseo. Nunca se sabe si en un niño un deseo es un capricho o una necesidad, o una ilusión, que viene a ser lo mismo. No había dado nunca muestras de su interés por el espacio o el universo, aunque lo que llevan de mágico estos sustantivos es capaz de despertar los sueños de cualquier infante con capacidad para sentir y con la curiosidad que en el transcurrir de los años se convertirá en creatividad, análisis, ideas, razones, verdades, filosofía y ciencia: humanismo en lugar de tecnocracia, amor en lugar de liberalismo desmedido.
Y ahí estaba Marta con sus sueños e inquietudes incipientes, y tenía un deseo y se lo transmitió a su padre: “¡Papá, quiero un telescopio!”
“Si sacas buenas notas este trimestre, te lo compraré”.
Marta se volcó como sólo las personas con una verdadera motivación pueden hacer: “realiza unos exámenes perfectos” anota la profesora en el cuaderno de notas. Solo cabe una conclusión, el deseo del telescopio era real y necesario incluso hasta más allá del sacrificio implícito de la autoexigencia.
Al llegar las vacaciones de Navidad había sacado cuatro excelentes y varios notables: el telescopio, sin duda, era suyo. Las estrellas ya estaban a su alcance, podía tocar la luna, y entre los espacios vacíos negros que rodean los astros corría su imaginación y el entusiasmo por sentirse parte de la naturaleza, esa inmensa naturaleza que llega a millones de años luz, pero que un minuto de vida te hace sentir más importante que cualquier estrella ya que éstas no disponen de este minuto de razón; o quizás Marta quería ser estrella y cederle su vitalidad para que ésta cobrase su mismo sentido en el universo y gozase de ser estrella por ser Marta, por estar viva, y no por ser un astro inerte.
Los niños siempre nos dan algún disgusto. En un accidente en el colegio, se golpea duramente el rostro contra el suelo y se rompe varios dientes: ¿sólo varios dientes? “Qué se rompió Marta, además de los dientes”, me pregunta su padre retóricamente, sin esperanza de respuesta alguna. Nada, le dijeron los médicos en su momento. Su cabeza está bien, su cara se reestablece y sus dientes serán sustituidos por prótesis: en unas semanas, ni rastro del accidente. Perfecto, la vida sigue.
Las actividades extraescolares es lo que se inventan los colegios para tener a los niños entretenidos entre la comida y la reanudación de las clases por la tarde, y que les aporta –a los colegios– unos ingresos nada despreciables. Pueden ser de muchos tipos, trabajos manuales, inglés, teatro, gimnasia rítmica, ajedrez, etc. Marta estaba en una de esas clases cuando a la profesora le pareció que actuaba de un modo extraño: sentada en el suelo balanceaba su cuerpo adelante y atrás, ausente del ambiente que le rodeaba. Quizás estaba en una nave espacial viajando a través de las estrellas, donde solamente unos pocos niños son capaces de llegar. Pero no es esta postura lo que preocupaba a sus padres, sino que desde hacía un tiempo adoptaba una actitud distante, ensimismada: todo le daba igual.
El segundo trimestre del curso 94/95, Pascua, los cuatro excelentes se convirtieron en cuatro insuficientes. ¿Se había desvanecido la ilusión por el telescopio al conseguirlo? ¡Pero si nunca había suspendido una evaluación de asignatura alguna! Pasaba algo más. ¿Dónde estaba Marta?
La preocupación de los padres es algo genético, es un resorte que se dispara cuando aparece una señal de alarma. Lo que sucede es que los padres no han sido educados para solucionar todo tipo de inconvenientes y no existe manual que los contemple ni siquiera en síntesis, por lo que procuran, procuramos, asesorarnos por profesionales, en este caso de la psicología. Pero si la sensatez de los padres está suficientemente probada, no es así en el caso de la profesional cuyos exámenes debió aprobar en la universidad, pero que parece ser, allí no le dieron clases de sentido común. Y en este caso la psicóloga dictó sentencia, la que esperaban los padres, pero no por eso más acertada: “no es nada, la edad, no hay que preocuparse, la familia tiene que arroparla…”, sin encomendarse ni a Dios ni a un psiquiatra.
Las actitudes extrañas se iban sucediendo: apartarse del grupo de juego y sentarse sola en un rincón con la mente en otra parte, estar de cada vez más ausente y ensimismada… La psicóloga se reafirma: “no es nada, la edad…”
En vista de que lo ‘nada’ de la psicóloga era un algo o un mucho para la familia, deciden subir un peldaño y acudir a un médico, doctor en psiquiatría por más señas. El doctor, después de las pruebas convenientes no tuvo duda: “Padece un brote psicótico. Si no se repite no habrá problemas, pero si se repite habrá que tomar otras medidas”. De acuerdo con el diagnóstico, le prescribe medicamentos antipsicóticos.
Cuando una situación de absoluta normalidad se deteriora, cuando sucede lo imprevisto, es cuando nos preguntamos, y con razón, por qué a nosotros. Los contratiempos suceden, y lo sabemos, y los vemos, pero entra dentro de nuestra normalidad que ocurran siempre a los demás. Lo difícil, lo inexplicable, lo que de verdad aturde al ser humano es cuando uno mismo es el sujeto de la desgracia. Ahí aparece el ¿por qué yo? Ahí nos damos cuenta de que la vida no es un parque de atracciones, ni nos van a devolver el dinero si algo sale mal, y que estamos rodeados de peligros reales, como subidos a una montaña rusa sin raíles ni frenos. Ahí nos damos cuenta del absurdo insolente de Camus.
Los males colaterales comienzan a aparecer. El colegio de toda la vida no dispone de soporte psicológico para los alumnos. Hay que cambiarla de escuela. Cuando se vive en un pueblo implica un salto mayor, establecer nuevos horarios, recorridos, transportes. ¡Qué remedio! todo sea por la atención permanente de la niña.
En Septiembre de 96, la psicóloga del nuevo colegio remitió un informe al órgano preceptivo de la Conselleria correspondiente. El psicopedagogo de este organismo le realizó una serie de pruebas que le llevaron a determinar, ¡no se lo pierdan!, que “tiene problemas de personalidad y necesita soporte”. Supongo que con este alarde de ciencia diagnóstica debió quedar exhausto para el resto del curso. Sería un chiste fácil llamarlo ‘psicodemagogo’, pero no lo haré.
Toda esta jerga psicológica sin indicación de caminos hacia soluciones o simples vías que conviertan el pesimismo y el ánimo desgraciado en esperanza e ilusión, no es más que el cuenco que la burocracia pedagógica utiliza para lavarse sus impolutas y esterilizadas manos. Buen rollito. El Gobierno se preocupa de sus vástagos, estamos pendientes de ellos dentro de las mismas escuelas – ¡Qué buenos que somos!– Los que se ponen guantes de látex para ir al baño también los utilizan para firmar tan sublimes diagnósticos psicopolíticos: “problemas de personalidad”, con un par.
La mejoría provocada por los fármacos del psiquiatra dura poco y recae en síntomas que en estos estados se llaman ‘negativos’ o ‘síndrome de actividad psicomotora disminuida’, consistentes en la deficiencia de movimientos espontáneos, deficiencias en el habla y falta de interés. Se consideran una pérdida o disminución de las funciones psicomotoras que incluyen al afecto embotado o plano, apatía, alogia (limitación en la fluidez y productividad del habla), abulia (falta de voluntad o disminución notable de energía) y anhedonia (incapacidad para experimentar placer). No cabe duda de que estos últimos ‘palabros’ los he copiado. Nunca me habría imaginado que pudieran existir.
El cerebro de Marta se divide entre la libertad del raciocinio útil y la tiranía de un músculo insondable. Ya no le importa sumar o resolver problemas que ha dominado a la perfección, su desidia la sumerge en un estado catatónico inducido por las fuerzas opuestas que quieren dominar su cerebro. Tanto le da que un montón de libros se pueda dividir en dos, unos en catalán y otros en castellano. No existe ningún interés razonable, desde su perspectiva, para realizar hazaña semejante, y el educador, frustrado, alega grandes deficiencias de personalidad cuando todavía no se ha dado cuenta de que las dimensiones en las que se mueven los pensamientos de Marta y los de sus mentores están a la misma distancia que las estrellas.
Los síntomas ‘negativos’ son los invalidantes, los que indican un deterioro aparente que llena de angustia y desconsuelo a sus seres queridos. Los problemas de psicomotricidad y coordinación unidos a la perdida de la noción del orden o desorden llenan de amargura su entorno.
Cuando las cosas van a peor, cuando no se encuentra el camino de la vuelta atrás, los profetas del diagnóstico puntualizan sus apreciaciones: “un trastorno de personalidad es muy difícil de tratar”, la psicóloga de la escuela se lanzaba al vacío, la muy intrépida. ¡La muy incompetente!, todavía no se ha dado cuenta de que no se trata de un problema de personalidad, por mucho que su jefe en el entramado burocrático lo sentenciara con este mismo diagnóstico.
Con estas certezas nacidas de la oficialidad, para qué van a molestarse en tomar acciones proactivas, mejor dejar que todo se resuelva como “sa processó de sa moixeta”. “Todo va bien” decía la psicóloga. “No estaba nada bien” dice su padre. En esta línea, la psicóloga de la escuela nunca aconsejó un estudio más a fondo: “Todo va bien”. “Estamos perdiendo a nuestra hija”, pensaban los padres.
En ningún momento dejó de tomar los medicamentos prescritos por el psiquiatra. Pero los cerebros alterados son caprichosos. Sufre un nuevo brote psicótico que la incapacita para acudir a clase. Se queda en casa, un largo Enero, cumplimentando fichas que le mandaban desde la escuela. En estos momentos pocos se daban cuenta de que el menor de sus problemas era rellenar fichas. Lo hacía, porque era muy obediente, pero lo hacía utilizando el azar como conocimiento.
Hasta ahora hemos repasado la vida lectiva de Marta, su relación con la escuela, su comportamiento en clase, etc., pero ¿y su vida privada? ¿Sus relaciones familiares? ¿Sus momentos de esparcimiento? ¿Sus amistades?... Entremos en su casa un momento para ver, desde dentro, lo que allí estaba sucediendo.
Marta, en casi todos sus ratos en casa, estaba frente al espejo. Un espejo que no reflejaba su imagen, un espejo que era una ventana por la cual podía ver más allá del estándar real de visión. Había seres, sucedían cosas. Era el típico espejo que utilizan los directores cinematográficos en sus malas películas de magia, esos donde al dar un paso se entra en otro mundo. Lo que veía dentro del espejo era un misterio para sus padres, ya que siempre fue muy reservada al respecto. Sólo el psiquiatra consiguió que se sincerase, incluso que le dibujase los “dimonis” que vivían en el espejo. Las muñecas de su cuarto hacía tiempo que habían sido retiradas de sus estanterías debido a su frenética actividad, ya que no descansaban en ningún momento del día. Ni de la noche.
El psiquiatra era de pago. Parece ser que la buena salud mental ha estado siempre en manos privadas, en manos de 10.000 pts dos veces por semana. Con un solo sueldo en casa no se podía mantener esta sangría. Además, por aquel entonces el doctor psiquiatra ya había aislado el problema, lo había identificado, diagnosticado y lo estaba tratando.
En casa no remitían las alucinaciones visuales, sin que ocasionaran un excesivo malestar en la niña debido a la medicación prescrita. Pero si las cosas pueden empeorar, empeoran. Y aparecieron las alucinaciones acústicas: empezó a oir voces, personajes le decían cosas que la templanza de Marta no podía soportar. Ordenaba, suplicaba que se callaran “¡callau!, ¡per favor, callau!”, pero las voces no cesaban, la acosaban, la dañaban en su más profundo ser; perdía los estribos destrozando todo lo que encontraba a su alrededor, como si cada uno de esos objetos fuera una voz que le torturara el cerebro a través del oído. La consternación familiar era pura desesperación. El padre siempre angustiado, esperando la llamada fatídica de que la crisis se estaba produciendo, y dispuesto a acudir a una casa donde, al llegar, sin lugar a dudas ya no quedaría nada que salvar. Los síntomas ‘positivos’, también llamados ‘síndrome de distorsión de la realidad’, consisten en alucinaciones y delirios: a lo que, comúnmente, se le llama ‘psicosis’.
La idea del ingreso en el hospital psiquiátrico de Palma no había pasado por la imaginación de sus padres. Existían, y existen todavía, muchos prejuicios en el momento de hablar del Psiquiátrico, lo primero que viene a la cabeza a los mallorquines es una palabra tétrica, lúgubre, siniestra: “Sa loqueria”. Es comprensible que los padres, con un círculo social alrededor, una familia, parientes, vecinos, el qué dirán en el pueblo, no hubieran querido ni pensar en tal posibilidad. Cuando uno se encuentra en esa tesitura agudiza el ingenio, piensa, pregunta, se asesora, y busca alternativas a la “solución infame”. ¡Cuánto respetamos los convencionalismos! Marta no tenía días de normalidad, de ‘no crisis’, estaba en excitación constante, no remitía en ningún momento, “¡nunca!”, dice su padre. Los antipsicóticos le producían tímidos resultados. Después de oír hablar de una serie de centros psiquiátricos privados en Madrid lejos del aliento de los vecinos, optaron por ingresarla en una clínica situada en un azaroso rincón de la Calle Arturo Soria, prestigiosa donde las haya, y tan inútil como cara. Después de un tiempo de internamiento suficiente para realizar las pruebas necesarias, se lanzaron a la piscina. El diagnóstico: “Tiene ataques epilépticos”. El ataque epiléptico casi le da al padre al escuchar semejante desvarío, pero a éste no se le encendieron todas las neuronas a la vez, sino que se le apagaron de golpe y su amargura y zozobra le embargó por unos instantes: el instante suficiente para asumir el tiempo y el dinero perdidos, y con una remota esperanza de que lo que le acababan de decir fuera cierto, pero era más cierto el cuento de La Bella Durmiente.
Ya que estaban en Madrid, ¡de perdidos al rio!, se les ocurrió acudir, sin esperanza alguna de que los recibiera, al Dr. López Ibor, cuya fama era mítica, en aquellos momentos, en lo que a psiquiatría se refiere. Como quien pide un último deseo, explicaron al Dr. López Ibor su situación en Madrid, su precariedad, su urgencia, su drama. Los recibió, estudió seriamente el caso, realizó las pruebas pertinentes, “incluso le sacaron fotos del cerebro en colores” me apunta su padre para convencerme del rigor de las pruebas realizadas. A la vista de los resultados, el diagnóstico del Dr. López Ibor coincidió plenamente con el del no menos prestigioso psiquiatra palmesano.
A su regreso a casa, las crisis, más controladas en Madrid, volvieron a agudizarse. Esta vez, sin aprensión alguna, la llevaron directamente al hospital psiquiátrico de Palma donde la ingresaron. “La atiborraron de medicación”, lo que agudizó los síntomas ‘negativos’: temblores, babeo, descoordinación total, incluso incapacidad para desplazarse. El médico, anclado todavía en el pasado, habló incluso de la posibilidad de aplicar electrochoques. Muy hábil y lleno de recursos el ‘Dr. Susanito’. Quiero contar aquí, porque encaja, que a mediados del siglo pasado, sí, el XX, es decir, cuando nacimos nosotros, la solución definitiva a estos males era la siguiente, se efectuaban una serie de descargas de electrochoque al paciente que quedaba momentáneamente en estado de seminconsciencia –como en la silla eléctrica, pero menos–, momento que aprovechaba un hijo de la gran puta para meterle un estilete por debajo del párpado del ojo derecho, y con un mazo quirúrgico arrear mazazos hasta que el estilete perforaba una parte del cerebro y destruía todas las neuronas de la zona en cuestión. Cuando el paciente recobraba la conciencia ya estaba curado, se había convertido en un semivegetal que no daría más el coñazo a la sociedad pulcra y cristiana del momento: si el cerebro tiene una alteración que no nos gusta, ¡matemos al cerebro! “Y si tu ojo te es ocasión de pecar, arráncatelo y échalo de ti” (Mateo 18:9). Por la gloria de sus difuntos. Existen vídeos en Youtube sobre estas prácticas que son muy ilustrativos, y nos confirman que no hemos mejorado todavía al hombre de las cavernas.
Después de tres meses en el psiquiátrico de Palma, la dieron de alta. Claro que el ‘Dr. Susanito’ la siguió visitando en su consulta privada con la minuta pertinente: ‘La pueden sacar de ahí que es gratis, mejor tráiganmela a mi consulta y así me sale más a cuenta’ ¡Pájaro! Es coña, no lo dijo, sólo actuó en consecuencia.
Parece ser que la providencia según los creyentes, el azar según los menos devotos, a veces se pone de nuestro lado, y eso ocurrió en el caso de Marta. “No hay mal que por bien no venga” reza la frase popular, y en este caso acierta plenamente. Por diversos motivos personales, agravados por supuesto por el desasosiego, la pesadumbre, la ansiedad y la incertidumbre, los padres de Marta deciden separarse. A partir de este momento, entra en una fase de franca mejoría. Hasta el punto de que hace innecesario su ingreso durante más de cuatro años. No es que estuviera totalmente recuperada, pero podía llevar una vida familiar estimulante y esperanzadora. Seguía en un centro especial, pero su padre consiguió que acudiera sola desde el pueblo, un autobús, un tren, dos caminatas considerables, otro tren y otro autobús: ¡ella sola! Su padre, para tranquilidad de ambos, le compró un teléfono móvil que con solo pulsar el número uno conectaba con el de su padre: “por si se perdía”.
—Papà, m’he perdut.—No te moguis, mira pes costats mem que veus.—Aquí posa ‘Clínica Rotger’.—Ho veus. Tura’t un moment. Descansa. A que ara te trobes millor?—Sí, ara estic molt més bé.—Podràs seguir?—Sí, sí. Ja ho veig, ja veig es camí.
Cuatro largos años de esperanza, ilusión y cierto optimismo. Pero la ley de la balanza es inexorable, después del premio, de ‘sa ditada de mel’ llegaría la aterradora compensación. Era Junio de 2006, Marta tenía veinticinco años. El universo, con todo su peso, cayó sobre las cabezas de sus padres. Su madre, a la que me he referido muy poco, había asimilado de forma muy negativa la pérdida de su hija, de la que ella conocía como tal, ¡su pequeña! Esta noticia terminó de hundirla en la más absoluta de las miserias emocionales, contra las cuales sigue luchando desesperadamente para sobreponerse.
Llamaron del centro especial a su padre para informarle de que Marta padecía una crisis profunda. “La recogí y me la llevé al hospital psiquiátrico” Desde entonces, siete largos años ya la separan de aquella época de esperanza. Tres años en ‘subagudos’ y el resto en ‘largas estancias’. Régimen abierto. “No sale a la calle porque se perdería. No conoce Palma”. Pasea diariamente por el jardín, ausente de su entorno, viajando por las estrellas y huyendo de las voces malas. La medicación más actual no puede hacer más. “Ha perdido todas las habilidades psicomotrices, ya le cuesta mucho abrocharse el vestido”. A veces es Dios y hace milagros, otras es cantante desde pequeña –se sabe todas las canciones– y otras, avalando sus viajes interestelares, estudió en la NASA.
Aquí, su padre cayó en la cuenta, “vaig relacionar es capritxo des telescòpi amb sa seva devoció actual per l’univers…”
“La voy a buscar todos los domingos. A veces está conmigo, otras con su madre, con su abuela o con su hermano. Le gusta estar en familia, sea quien sea” (Tiene un hermano menor, sujeto pasivo en cuanto decisiones en la adolescencia de Marta, pero completamente activo en lo que a comprensión, ayuda y amor se refiere). Parece evidente que la parte del cerebro que se ocupa de los sentimientos, de los arraigos, no está dañado. Ama a los suyos. No tiene amigos, claro, los perdió hace tiempo. Ningún joven en la adolescencia es capaz de soportar ‘rarezas’ que violenten su sentido del ridículo. Marta no diferenciaba dónde estaba la raya entre lo excéntrico y lo estrafalario, no tenía por qué hacerlo, era su realidad, y la realidad es la escenificación del consciente, y para ella su consciencia era, y es, tan real como la nuestra… ¡O quizás más!
Llegado el momento, como por sorpresa si no se ha reflexionado, uno se da cuenta de que Marta es una mujer, y como tal tiene unas necesidades fisiológicas que, posiblemente, vengan determinadas por los atávicos genes cuyo cometido estriba en el mantenimiento de la especie. Su padre dice “és molt enamoradissa”. La genética activa ciertos neurotransmisores que advierten al subconsciente de la mujer que está en edad de concebir y que su misión en este mundo pasa por la procreación. Ella no lo sabe, pero nota los efectos físicos de estas órdenes ancestrales.
Parece ser que la solución más simple, efectiva y drástica es la ‘esterilización’, ligamiento de trompas para entendernos. Para ello primero un juez debe incapacitarla legalmente: trámite resuelto. Ahora se está a la espera de que la Seguridad Social y el Psiquiátrico se pongan de acuerdo para la ‘ejecución’. Marta tiene hoy treinta y dos años. No podrá permitirse nunca ser madre, de eso se trata, ni de que el padre pudiera ser otro interno: ‘per no afegir més a nes banyat’.
“Creo que es una de las enfermedades peores que hay, tanto para quien la padece como para quien observa impotente sus estragos: es terrible”. Lo dice una parte afectada.
Cuanto más joven se manifiesta la enfermedad, peor evolución suele tener. Las perspectivas son mejores en pacientes cuya enfermedad se manifiesta de mayor. ¿Por qué sucede esto a un niño? No se sabe. No se sabe si es una enfermedad, se sabe que la sintomatología no es decisiva para el diagnóstico, no se conoce exactamente el tratamiento, ni siquiera si lo tiene. ‘La causa permanece desconocida’ así empiezan todas las descripciones de la enfermedad, si bien se registran unos porcentajes elevados por antecedentes familiares. No es el caso. El DSM-V (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders - cinco) ofrece unos parámetros oficiales, estándares para catalogar la enfermedad como tal y los tipos que existen de ella. Es tal el desconcierto que uno llega a preguntarse si la realidad de los pacientes es peor que la nuestra o, simplemente, si estamos en inferioridad de condiciones respecto a ellos por no tener la capacidad de percibir distintas realidades. No nos equivoquemos, no son ficticias, son reales, porque sólo es real lo que el cerebro decide que lo es.
¿Se curará Marta? Posiblemente no, o no del todo. Quizás pueda, con la edad, llegar a un nivel de cuasi normalidad que no le impida convivir con su familia y compatibilizar su mundo con el de su entorno.
—Papà, me curaré? pregunta Marta cuando se encuentra bien, y luego rompe a llorar con una tristeza infinita, con la incomprensión infantil de un pesar arrogado por el azar.—Això demaneu a sa psiquiatra tot d’una quan arribis, perquè jo sé que te curaràs, però no sé quan. Responde su padre, con un perro que le muerde con saña debajo del esternón.
Marta veía ‘dimonis’, otros tienen amigos invisibles, con cara y ojos, a otros les hablan los teleñecos, todos oyen voces, amigas o enemigas, todo es más o menos tratable, pero la degradación psicomotriz produce el mismo tormento que el ocasionado por el Alzheimer, pero con sesenta años de antelación. No os asustéis si vuestro hijo os pide un telescopio, pero despreciad todas aquellas cotidianeidades que os alejen del goce de dialogar con los hijos, es una minucia que algunos no disfrutarán jamás.
He querido escribir este relato, desgraciadamente cierto, como admiración a mi amigo y a su familia por el estoicismo demostrado, y porque casualmente tengo una hija que va a cumplir trece años, los mismos que tenía Marta cuando le diagnosticaron esquizofrenia.
Colau